De viaje
No acudirá a la cita por la tarde en aquel bar del rompeolas donde la maravillosa puesta de sol, como el crepúsculo de nuestras vidas, se metía en la copa que cada uno bebía
Ese amigo, con el que durante tantos años has compartido viajes y travesías, placeres de sobremesa, apasionadas discusiones y algunas lágrimas, que caían desde la mejilla directamente en el whisky, ese amigo no ha muerto. Simplemente se ha ido de viaje, esta vez ha preferido irse solo, por su propia cuenta. Cuando vuelvas al mar de todos los veranos él no estará; tampoco acudirá a la cita por la tarde en aquel bar del rompeolas donde la maravillosa puesta de sol, como el crepúsculo de nuestras vidas, se metía en la copa que cada uno bebía; también habrá una butaca vacía en la sesión de cine los sábados en la ciudad y ya no se podrá contar con él para ninguna nueva aventura. Hay amigos cuya figura al morir se diluye muy pronto en la memoria. Al cabo de un tiempo su rostro se desvanece, uno ya no recuerda su voz, ni sabría decir si era antipático o divertido, inteligente o torpe. Realmente esa clase de amigos mueren de verdad porque nada de ti se llevan al otro mundo. En cambio, hay otros amigos como el que se acaba ir de viaje, José Luis Goñi, que estarán siempre presentes porque su ausencia ha dejado un vacío en un tiempo y en un espacio compartido. De hecho, no te atreves a borrar su dirección y su teléfono de la agenda. Tenía un aire británico. En Londres parecía el único inglés que iba por la calle y en Italia, en Malta o en Grecia se podía confundir con uno de aquellos viajeros de antaño que llevaban una maleta de fuelle o un baúl forrado de loneta, un elegante profesor con sombrero blanco en año sabático. Puede que vuelvan otros días azules de verano y queden algunos placeres por explorar todavía. Si la vida nos depara un motivo alegre para vivirla, sin duda este amigo seguirá estando vivo. Tal vez cualquier día recibamos una postal suya desde Taormina.