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el pulso
Columna
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Saramago le echa un pulso al cine

El escritor negaba la mayor en el cine. Sencillamente, lo expulsaba de la credibilidad o, al menos, de la seriedad

Cine de pueblo. Proyección en Inglaterra en 1940.
Cine de pueblo. Proyección en Inglaterra en 1940.Bert Hardy (Getty)

Llega el otoño y finalizan los encuentros al borde del mar y el soplo de la brisa. No hay curso de verano sin su apartado de cine y literatura. Un tejido de intricados hilos que en cualquier descuido se enredan infinitamente.

En una de las conferencias de este verano, un veterano profesor confesó que él había recibido más de los libros que de la vida: más experiencias, más pasiones, amores, aventuras… Lo que su propia existencia no le había proporcionado, sí lo había hecho Madame Bovary o La isla del tesoro. Y se preguntaba si la generación del cine y, después, la digital tenían esa misma sensación. ¿Acaso es vida la que mantiene una relación privilegiada con otras vidas a través de las redes sociales?

Una chica levantó la mano y dijo que no le parecía que fueran algo opuesto, ni siquiera complementario. Y argumentó respecto a la ficción audiovisual:

–El cine es la vida.

El profesor no replicó. Pero le oí comentar en voz alta:

–Una generación que ha visto más películas que leído novelas debe pensar también de forma distinta.

Al cine se le suele abordar antes que nada como lenguaje, y en esto los semiólogos llevan una considerable ventaja

Lo que sí se repite una y otra vez en estos seminarios de narrativa audiovisual es la diferencia entre el lenguaje fílmico y el de la escritura. Siendo eso verdad, es más cierto que justamente la similitud en muchos puntos de ambos lenguajes, es lo que trae de cabeza a novelistas, adaptadores, guionistas y directores. Todos quieren contar algo con parecidas estrategias. Los problemas de vecindad son mayores que los que surgen entre habitantes de territorios alejados. Eso sin mencionar el choque de egos.

Al cine se le suele abordar antes que nada como lenguaje, y en esto los semiólogos llevan una considerable ventaja a cualquier otro tipo de estudios teóricos. A veces se deja de lado la consideración de que el cine es sobre todo una representación, una ilusión de realidad. Y para que esa ilusión de realidad obre, una de las premisas fundamentales es aceptar el punto de vista de la cámara. La cámara es la que hace de vicaria de nuestra propia mirada, de lo que contemplamos en vivo y en directo sin mediación de máquina alguna. ¿Quién no aceptaría eso en la placentera contemplación de una buena película?

La intervención de José Saramago, maestro y amigo, en un curso de cine hace unos años, en la Universidad Menéndez Pelayo de Santander, me resultó crucial e inquietante.

El Nobel portugués expresó sus dudas respecto al hecho de creer en lo que sucedía en la pantalla cinematográfica. Ponía por ejemplo una secuencia en la que alguien llama a la puerta de una casa misteriosa. La cámara, naturalmente, está puesta fuera para recoger cómo el visitante llama. Pero cuando la puerta se abre, resulta que la cámara está puesta dentro de la casa misteriosa para tomar el momento en que el visitante entra. Un sencillo contracampo. Pero él protestaba:

– ¡Trampa, trampa! Ya alguien ha entrado antes que el visitante. Conoce el sitio. Yo me doy cuenta de que quien llega no es el primero en penetrar ahí dentro.

Saramago negaba la mayor en el cine. Sencillamente, lo expulsaba de la credibilidad o, al menos, de la seriedad.

Como se ve, cualquier cosa puede suceder en un curso de verano.

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