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punto de observación
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El gusano que nos corroe desde hace años

El dolor, la humillación, la tortura, el asesinato, son fenómenos locales, pero dejan cicatrices en nuestra propia cara

Soledad Gallego-Díaz

Hace años que asistimos impertérritos a la destrucción paulatina del Derecho Internacional, como si algo semejante no fuera a tener un efecto corrosivo sobre nuestro mundo y nuestro futuro, como si fuera algo que afecta solo a sociedades lejanas. Y sin embargo, todo caerá un día sobre nuestras cabezas, porque en eso estriba, precisamente, el valor básico del derecho: evitar que la impunidad agusane la convivencia.

Creemos que no tendrá consecuencias que Polonia (y seguramente algún otro país europeo) permitiera a la CIA usar en su territorio una cárcel secreta, donde se torturó y se mantuvo secuestrados a sospechosos de militar en la organización terrorista Al Qaeda, tal y como acaba de establecer una sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Creemos que no tendrá consecuencias permitir que el Estado de Israel viole permanentemente en los territorios ocupados de Palestina las normas del Derecho Internacional.

Creemos que el dolor, la humillación, la tortura, el asesinato son fenómenos locales y, efectivamente, como explicó la pacifista israelí Nurit Pelet-Elhanan, cuando recogió el Premio Sájarov, “todas esas cicatrices son locales”. No podemos comprender completamente el sufrimiento de las mujeres palestinas. “No sé cómo habría sobrevivido yo a tales humillaciones y a tal falta de respeto por el mundo entero”, reconoció Pelet-Elhanan. Pero las cicatrices locales, en Polonia, en Guantánamo o en Palestina, tantas cicatrices locales, terminarán por convertir nuestro mundo en un tejido raído. Las cicatrices que deja la falta de respeto al Derecho Internacional se dibujan ya en nuestra propia cara.

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¿Cómo pueden sobrevivir los palestinos a tantas humillaciones?

¿Cómo pueden sobrevivir los palestinos a tantas humillaciones?, se preguntaba la activista israelí. “¿Acaso no tienen ojos, manos, sentidos, afectos, pasiones? ¿No se alimentan de la misma comida, no son heridos por las mismas armas, curados por los mismos remedios? ¿No se calientan y enfrían en verano y en invierno? Si se les pincha, ¿no sangran?; si se les hace cosquillas, ¿no se ríen? Si les ultrajan, ¿no se vengarán?”. El famoso alegato de humanidad que puso Shakespeare en boca de Shylock (“soy judío, ¿acaso no tengo ojos, manos...?”), mantiene todo su dolorido impacto para cualquier comunidad. Pero conviene no olvidar la última frase que pronuncia Shylock: “Malo será que un día no sobrepase yo las instrucciones que me habéis dado”.

Pocas personas son capaces de resistirse a ese ciclo de violencia. Lo fue, siempre, una personalidad extraordinaria, Marek Edelman, el subcomandante del levantamiento judío en el gueto de Varsovia, responsable de una enorme red de túneles a través de la cual intentó lograr la supervivencia de su comunidad.

Edelman, que nunca quiso emigrar a Israel, pronunció un día unas palabras terribles: “Es en Israel donde nuestro recuerdo corre el peligro de perderse”. En 2002 dirigió una carta pública a los “líderes de las organizaciones militares, paramilitares y guerrilleras palestinas” en la que reconocía el derecho a la autodefensa de los territorios ocupados y criticaba al tiempo, duramente, los atentados suicidas que promovían entonces algunos grupos de Gaza. Provocó la ira de Israel, porque se negó a calificar a los combatientes palestinos de terroristas, pero la verdad es que fue igualmente exigente con las dos partes: “En 1943 nosotros combatíamos en el gueto de Varsovia por nuestra vida, no por un territorio ni una identidad nacional (…) Nuestras armas nunca se dirigieron contra mujeres ni niños (…) Nunca despreciamos la vida humana ni enviamos a nuestros soldados a una muerte segura”.

Sobre todo, Edelman no les ocultó la verdad. En ningún lugar del mundo, les escribió, podrá un grupo de guerrilleros alcanzar la victoria, aunque en ninguna parte pueda tampoco ser vencido por un ejército regular, por muy bien equipado que esté. “Vuestra guerra no tiene solución”. El viejo comandante les pedía que miraran a lugares donde, tras años de guerra, antiguos enemigos se sentaban a la misma mesa. La única solución, para Palestina, para Israel y para nosotros, es lograr matar el gusano que lleva años corroyendo el Derecho Internacional.

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