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Tribuna
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Otro modelo de tribunales de cuentas

Los ciudadanos tienen derecho a que mejore el control del dinero público

El sistema de control del dinero público es un buen indicador de la madurez democrática de cualquier sociedad. Los ciudadanos, que con sus impuestos sostienen el sector público, tienen derecho a conocer si esos fondos se utilizan en clave de transparencia, legalidad y eficiencia, siendo los tribunales de cuentas las instituciones llamadas a garantizarlo.

En el caso de España, esa labor la realizan el Tribunal de Cuentas y las 12 instituciones autonómicas de control externo, cuyas respectivas leyes les otorgan dos funciones: fiscalizar la gestión de los fondos públicos de su ámbito y asesorar a sus respectivos legislativos en materias económico-financieras. El Tribunal de Cuentas, además de la fiscalización de los fondos públicos tiene encomendada una controvertida jurisdicción, la contable, para el enjuiciamiento de quienes causen menoscabo en los caudales públicos.

Transcurridas algo más de tres décadas desde la puesta en marcha de las instituciones democráticas de control, el balance presenta más sombras que luces. Las instituciones de control no han funcionado adecuadamente, seguramente porque el modelo elegido abocaba a ello. Por tanto, no hace falta ser muy perspicaz para pronosticar que su labor no mejorará en el futuro a menos que haya un cambio radical de modelo. Siendo evidente la demanda social de un control más eficaz de los fondos públicos, la cuestión es si las formaciones políticas que tienen en sus manos su reforma la abordarán o preferirán que todo siga como hasta ahora, es decir, bastante mal.

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Al hablar de los tribunales de cuentas nos referimos a instituciones técnicas, de ámbito parlamentario, cuya credibilidad está basada en la independencia, profesionalidad, objetividad y transparencia. La Declaración de Lima de 1977, promovida por la Organización Internacional de Entidades Fiscalizadoras Superiores (INTOSAI), subraya esta exigencia al afirmar que los tribunales de cuentas “solo pueden cumplir eficazmente sus funciones si son independientes de la institución controlada y se hallan protegidos contra influencias exteriores”. Dicha declaración extiende esta obligación de independencia tanto a los máximos responsables de las instituciones de control como a sus funcionarios.

Tanto el Tribunal de Cuentas como la mayoría de los autonómicos son instituciones colegiadas, con un número variable de miembros elegidos a propuesta de los grupos parlamentarios. La correspondiente negociación parlamentaria se centra, en general, no tanto en el perfil técnico exigible al candidato, sino en el número de miembros que corresponde proponer a cada grupo. Así, la fidelidad a una sigla, e incluso la pasada trayectoria en puestos de gestión política, se convierten en elementos clave para la elección. Como nos lo han demostrado algunos episodios nada edificantes, esta dinámica aboca a una politización del trabajo técnico de auditoría que ataca directamente a lo más sagrado de esta profesión: la credibilidad.

Dando por sentado que un Estado autonómico requiere un sistema de control adaptado a esa naturaleza, además de delimitar claramente las competencias de cada nivel de control se debería diseñar un modelo institucional más ágil, económico y, sobre todo, más eficaz. Los Estados anglosajones, con gran tradición en el ámbito del control de la gestión pública, hace tiempo que lo inventaron.

El modelo no funciona; hay que cambiarlo y lograr mayor credibilidad

Se trata de instituciones unipersonales, con un presidente elegido por una mayoría parlamentaria reforzada atendiendo a criterios de competencia profesional. Naturalmente, ese puesto es incompatible con la pertenencia a un partido político o al hecho de haber participado en la gestión en los últimos años.

El grueso de la institución lo forman auditores funcionarios, cuya selección está basada en criterios de mérito y capacidad, a quienes también se les aplica un régimen de incompatibilidades que favorezca su independencia. De esta manera, los ciudadanos saben que cuentan con auditores públicos que no deben su puesto a nadie y, por tanto, pueden opinar libremente sobre la gestión de las Administraciones. Por cierto: cualquiera que conozca las instituciones de control sabrá que, en general, cuentan con un personal altamente cualificado, que también demanda una organización más ágil, eficaz y menos politizada. Premisa esta que también podría cumplirse con un modelo colegiado, siempre que sus miembros y profesionales se eligieran siguiendo las pautas anteriormente descritas.

Unas instituciones de control basadas en estos parámetros serían capaces de abordar no solo la auditoría tradicional financiera y de legalidad, sino también el análisis de la eficacia en la gestión pública, hasta convertirse en punta de lanza de la modernización de nuestras Administraciones.

Habría que subrayar también la importancia de los tiempos y los contenidos en la auditoría pública. En cuanto a los primeros, una auditoría eficaz es la que se pronuncia sobre la gestión reciente. No tiene mucho sentido publicar informes que se refieren a ejercicios presupuestarios de hace cinco o seis años, entre otras cuestiones porque posiblemente sus responsables ya son otros. Y respecto al contenido, los criterios de fiscalización deben tener en cuenta tanto la importancia presupuestaria de lo fiscalizado —salud, educación, defensa, gestión de ingresos— como las llamadas áreas de riesgo de las Administraciones, aquellas en las que es más fácil que existan comportamientos irregulares: subvenciones, obras públicas y urbanismo, entre otras; en el caso de indicios delictivos, es fundamental nuestra colaboración con el estamento judicial para luchar entre todos contra la gran lacra de nuestra democracia: la corrupción. Respecto al sector local, a la vista de su bajísimo nivel de control, se debería garantizar al menos la auditoría anual de los principales Ayuntamientos.

Los tribunales de cuentas también deben esforzarse por abrirse a la sociedad. Su actuación, en general, ha estado basada en la opacidad, como si el carácter técnico de esa labor impidiera hacer llegar el eco de esos análisis a la ciudadanía. Lo mismo que el accionista de una empresa tiene derecho a conocer la opinión del auditor, a los ciudadanos no se les puede hurtar esa información, desde el momento en que todos ellos son accionistas de las Administraciones públicas.

En este sentido, se deben abordar temas de interés social y mejorar la claridad y concisión de los informes, sin olvidar la exigencia ética de transparencia donde debemos ser modélicos. Así que todo el esfuerzo en comunicación será bienvenido. Entre otras razones, porque si no transmitimos nuestro mensaje a la sociedad la eficacia de la labor de control disminuye considerablemente.

Estos son algunos de los retos de los tribunales de cuentas cuyo cumplimiento beneficiaría a todos los ciudadanos, al favorecer una gestión más transparente y eficiente. La cuestión es si el actual modelo de control externo permite asumir dichos retos o es una barrera infranqueable para avanzar por ese camino. El diagnóstico, en mi opinión, es claro: el modelo no funciona y, por tanto, es necesario cambiarlo. Si queremos responder a las exigencias de la ciudadanía, necesitamos tribunales de cuentas con más credibilidad, es decir, más técnicos e independientes.

Helio Robleda Cabezas es presidente de la Cámara de Comptos de Navarra / Nafarroako Kontuen Ganbera.

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