Primero la negativa de las ahora famosas majors y hace unos días el auto del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña han vuelto a traer al primer plano de la actualidad la política lingüística de la Generalitat. Insistir en estos momentos en que el decreto del doblaje es un grave error no es hoy otra cosa que un tópico en el que están de acuerdo casi todas las partes implicadas. Se trata, además, de un error por partida doble. Primero es un error político porque el decreto muestra un grave desconocimiento del sector de la cinematografía y, en especial, el sector de la comercialización de los filmes. ¿Es imaginable que los autores de esta norma supieran que se sancionaba a los distribuidores y exhibidores españoles cuando los doblajes se hacían por parte de las grandes empresas norteamericanas? ¿En qué cabeza cabe que se pueda sancionar a quien no es en realidad culpable? ¿No se había hablado con los auténticos responsables antes de mandar el decreto a la imprenta? ¿O bien se había pensado que con la amenaza de un texto legal en vigor harían marcha atrás en sus posiciones? Todas estas elementales cuestiones son errores de bulto que tienen responsables con nombres y apellidos concretos. El error jurídico que ha puesto de relieve la resolución del Tribunal Superior tiene todavía más miga y es más revelador de lo que sucede en Cataluña cuando se trata de asuntos en los que el ardor patriótico se antepone a cualquier otra consideración. Incluir sanciones en un decreto cuando éstas no están previstas en la ley es una ilegalidad obvia. El principio de legalidad está vigente en el régimen sancionador. Cualquier estudiante de Derecho conoce perfectamente esta regla básica. ¿Cómo puede ser, por tanto, que un gobierno haya cometido este error? El Gobierno de la Generalitat tiene excelentes asesores jurídicos que, de forma preceptiva, deben emitir informes sobre las normas que dicta. Ahora bien, en estas materias los más lúcidos juristas abandonan a veces la lógica interpretativa y, con frecuencia, hacen informes y dictámenes que en la jerga del oficio se suelen tildar de "patrióticos". Cuando la patria -es decir, el gobierno, el partido que manda- toma una postura en estos campos no hay razonamiento jurídico que valga: lo primero es el servicio a la patria. De otra manera, es imposible entender que una obviedad como la que han detectado los magistrados de Barcelona haya pasado filtros jurídicos que debían haberla advertido a tiempo. Pero todas estas equivocaciones responden a un error de fondo más grave y general, el error en que incurre la política lingüística desde la nueva ley: el gran error de querer imponer el catalán a la fuerza, el de la coacción en el uso de una lengua, el de querer convertir una lengua en lengua obligatoria. Este es, posiblemente, el mayor peligro que acecha el uso del catalán a corto plazo. Lo sabemos aquellos a los que se nos quiso imponer el castellano como lengua obligatoria durante el franquismo. Sabemos bien cómo se reaccionó ante ello y las consecuencias que ha traído. No deseamos los mismo para el uso del catalán que se practica normalmente entre los ciudadanos sin ningún problema y en un medio en el cual se interfiere con el castellano con total naturalidad. Es precisamente este uso indistinto de las dos lenguas por los ciudadanos nuestro auténtico hecho diferencial. Por último, debemos enfrentarnos con una reflexión de fondo. En este asunto del doblaje, si los que se están negando a cumplir un decreto con sanciones no fueran unas poderosas empresas norteamericanas, ¿no se les habrían impuesto las multas correspondientes sin rechistar? Lo cual quiere decir, ¿qué sucederá con el desarrollo de otras partes de la ley, que éstas sí incluyen sanciones, cuando se apliquen a modestos comerciantes, a dueños de bares y otros comercios, a pequeñas empresas y talleres? ¿Se impondrá allí la ley del más fuerte? Estamos todavía a tiempo de ser razonables, de rectificar la política que se está emprendiendo y de retomar al espíritu de consenso que representó la anterior ley de 1983: el catalán sólo puede mantenerse como lengua de uso normal dentro de un clima de libertad, con ayudas y estímulos, nunca con obligaciones y sanciones.