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UNIVERSOS PARALELOS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Espiando al crítico de jazz

Eric Hobsbawm, ilustre historiador, fue objetivo de los servicios secretos británicos

Diego A. Manrique
Eric Hobsbawm, fotografiado en 2003.
Eric Hobsbawm, fotografiado en 2003.Ricardo Gutiérrez

En 2012, cuando falleció Eric Hobsbawm, pocas de las necrológicas publicadas en España hacían referencia a cierta querencia del gran historiador: fue un activo amante del jazz e incluso, durante los años cincuenta y sesenta, ejerció como crítico profesional para The New Statesman, bajo el seudónimo de Francis Newton. Sintomáticamente, comenzó en el año tormentoso de 1956: cuando, tras la invasión de Hungría, discrepó de la disciplina del Partido.

Un dato que sí conocían en los servicios secretos británicos. El pasado año, acogiéndose a la legislación contra la opacidad oficial, alguien solicitó el expediente de los servicios de inteligencia sobre el pensador marxista, el llamado Personal File. Aunque los documentos solo llegaban hasta 1964 (el Gobierno de Su Majestad se reserva todo lo que tenga 50 años o menos), se materializó un tocho considerable: más de mil páginas. Faltaban carpetas y muchas hojas estaban censuradas pero lo que quedaba revela que el MI5 dedicó muchos recursos a investigar a Hobsbawm, al que no dudó en zancadillear sistemáticamente.

En el MI5 seguramente ignoraban el guiño que implicaba el alias: Frankie Newton fue un trompetista, negro y comunista, que tocó incluso en la versión original de “Strange fruit”, por Billie Holiday. Lo esencial: una vez que aparecías en el radar de los cazadores de espías soviéticos, toda tu vida era asunto de estado. Si Hobsbawm daba una conferencia sobre jazz, allí se colaba un agente para tomar notas. Como el Partido Comunista de Gran Bretaña estaba plenamente infiltrado, el expediente también recoge numerosas opiniones negativas de sus camaradas: Hobsbawm no era muy popular, por su escaso respeto por la dirigencia. En su abismal ignorancia, un comentario me ha llegado al alma: alguien atribuye su nivel de vida al “dineral que debe ganar escribiendo sobre jazz”.

En realidad, el jazz le aportó más vida social que dinero. En sus viajes, descubrió que había “una red global de intelectuales que amaban el jazz”. Pudo ver a la orquesta de Duke Ellington tocando gozosamente en un club de San Francisco, antes de que pasaran a las salas de conciertos. Libre de los prejuicios que definían a otros predicadores del jazz, como el poeta Philip Larkin, Hobsbawm cabalgó cómodamente sobre varias olas estilísticas –las big bands, el bebop, el cool- hasta que, para su consternación, contempló como “el tsunami del rock acabó con todo”.

“Francis Newton” publicó The Jazz Scene en 1959, libro que ha ido reeditándose ampliado y con el verdadero nombre de su autor. Aunque superado por posteriores especialistas, Hobsbawm supo plantear los grandes dilemas del jazz: la conversión en música popular y su evolución hacia minoritaria expresión artística.

Nada que preocupara a los “defensores del reino”, imaginábamos. Sin embargo, lo que revelan los documentos ahora conocidos es que los servicios secretos británicos fueron tan despiadados como los estadounidenses. De forma persistente, los hipócritas servidores de Isabel II han transmitido la idea de que, durante la guerra fría, fueron más civilizados que sus equivalentes de Washington.

Y no. Eric Hobsbawm estuvo incluido en una lista negra que le imposibilitaba trabajar para la BBC. Sus cartas fueron abiertas con vapor, se interceptaron sus comunicaciones telefónicas y causó consternación el saber que la Fundación Rockefeller le financió un año de estancia en Latinoamérica.

Paradójicamente, Hobsbawm sí pudo llegar a ser un espía. Lo supimos mucho más adelante, cuando técnicamente ya estaba integrado en el establishment como miembro de la Orden de los Compañeros del Honor. En su autobiografía de 2002, Años interesantes, reconoció que estuvo dispuesto a hacer lo que fuera necesario para el triunfo del comunismo internacional; sin embargo, nunca le llamaron para lo que se denominaba coloquialmente “la palmadita en la rodilla”, la invitación al trabajo clandestino. En Moscú, tampoco se fiaban de alguien que publicitaba aquella música de negros: una extravagancia que escondía vaya usted a saber qué peligrosas heterodoxias.

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