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Sueño morisco en Tbilisi

La Ópera de la capital de Georgia se inspira directamente en la Alhambra de Granada

Fachada principal del edificio de la Ópera de Tbilisi.
Fachada principal del edificio de la Ópera de Tbilisi.Getty images

Cuando llegué por segunda vez a Tbilisi para la reapertura del Teatro de Ópera y Ballet de la ciudad, la guerra civil, en la práctica, no había terminado y ya en el aeropuerto, nos dieron un casco. El presidente Edvard Shevardnadze estaba eufórico con aquel acontecimiento cultural de reanudar los conciertos y los ballets, y nos recibió, él también con el dichoso casco. Llegaban a la vez en el mismo grupo y avión la bailarina Maya Plisetskaya, el violonchelista Mstislav Rostropovich y el coreógrafo Luciano Canito, todos a una. Todavía se podían ver los cristales rotos de algún vitral morisco en el coqueto edificio de la ópera, con impactos de bala en la fachada principal que mira a la avenida Rustaveli: era el paisaje después de una batalla muy reciente, una acampada de milicianos armados frente al parlamento, las madres de los mártires cerradas de negro, encendiendo cirios en la escalinata neoclásica de la Escuela de Bellas Artes, y al fondo la silueta alta del hotel Iveria sin apenas una sola ventana sana. En el parque al costado de la ópera, una enorme estatua de Lenin dormía sobre el césped sin un zapato que había quedado prendido al cercano pedestal de donde fue arrancada.

Todo aquel panorama con alguna que otra columna de humo y el trotar de enormes camiones entre los adoquines fuera de lugar apenas me dejaba recapitular en la primera visita al teatro. Había sido en 1988, los días declinantes de la extinta Unión Soviética, un viaje lleno de burocracia inútil que me compensó de manera singular, pues pude encontrar al mítico bailarín y coreógrafo Vajtlan Chabukiani (1910-1992), el que fuera apolíneo Corsario y vital Frondoso de Laurencia (la versión en ballet de Fuenteovejuna). En 1988 Chabukiani no se podía sostener de pie, apoyado en dos gruesos bastones tallados según la tradición georgiana, pero su cabeza estaba intacta y su memoria era un libro tan ilustrado como abierto. Una de sus primeras frases fue: “No deje de ir al teatro de la ópera. ¡Estamos tan orgullosos de ella!”. Y allí que me fui; me la enseñó Leila, una ex bailarina que aún y a pesar del paso de los años conservaba los poderes del cisne, cuando levantaba un brazo para señalarme un lucernario o para contar que aquella joya con lámparas venecianas y mosaicos alejandrinos existía gracias a un acto de amor paternal. Su construcción fue encargada como quien encarga un mausoleo que debe contener un alma pura. Una joven bailarina georgiana había ido a estudiar a San Petersburgo y soñaba con visitar, alguna vez, la Alhambra; la muchacha solamente tenía de los palacios nazaríes granadinos la sugerencia idealizada de unos telones ante los que le había tocado bailar un viejo ballet españolizante: “La rebelión en el harem de Granada”. Cuando volví desde Tbilisi a Leningrado me fui de cabeza a los archivos del Teatro Mariinski (entonces todavía Kirov) y encontré las acuarelas de los telones de marras: efectivamente, se parecían más al teatro de la capital de Georgia que a la Alhambra real, con su intensa policromía romántica. La bailarina murió muy joven cuando su padre, un potentado de la época, la había prometido ese gran viaje hasta el sur de España. En su memoria, para que la Alhambra siempre estuviera en Tbilisi, buscó un arquitecto italiano Antonio Scudieri, conocedor del original y bastante experto en construir coliseos del canto y la danza; la intención sumaria era alzar algo que acercara más a la Georgia de entonces al imperio ruso. La anexión a los predios del zar era cosa reciente y la avenida Rustaveli se pobló de columnatas y pórticos que se parecían a los de la lejana San Petersburgo.

Crónica de arte bajo las balas

Los conciertos comienzan a las once de la mañana y el ballet a las cuatro de la tarde. No hay ya toque de queda, pero se pueden oír claramente tableteo de ametralladoras tras las colinas que rodean Tbilisi, y de vez en cuando, eco de morteros. La paz aparentemente estable hay que aprovecharla a marchas forzadas, y el nuevo Scherezade comenzó a producirse hace un año, a partir de una idea del empresario musical Valentín Prochinsky, que no vaciló en lanzarse a la aventura. Para los diseños se ha servido de Teimouraz Murvanidze, el más prestigioso escenógrafo del país, que ha derrochado mucho ingenio. Los ensayos se habían interrumpido por la guerra y recomenzaron a mediados de diciembre. Al estreno asistió el presidente Edvard Shevardnadze, quien declaraba en georgiano que "esta es la primera gran producción de la Georgia libre. El arte escénico no puede detenerse, y las dimensiones y calidad de este Scherezade le harán recorrer el mundo".

Roger Salas EL PAÍS  24/abril/1994.

Cuando volví esa segunda vez, ya estaba planificada para el jardín delantero del teatro la estatua de bronce a tamaño natural de George Balanchine (que era de ascendencia georgiana y en origen se apellidaba Balanchivadze), sacada de una foto característica, donde el genio del ballet del siglo XX con la mano señala la corrección de un paso, la postura ideal del pie danzante. Balanchine vino a Tbilisi en busca de sus ancestros, y aunque él y su hermano el compositor Andrei Balanchivadze habían nacido en San Petersburgo toda la sangre, así como el pan y la sal, eran en ellos georgianos. La otra sorpresa que me deparó el primer viaje de 1988 fue un breve encuentro con Andrei, que hizo que una discípula tocara un fragmento de su primer concierto para piano. Andrei murió en Tbilisi también en 1992, volvió a la tierra de los padres y del vino, esa tierra fuerte y fértil que ya la habían enseñado a amar a los niños artistas.

Todo en ese teatro es morisco, de la decoración a las cúpulas, de los pasamanos a los arcos apuntados. Pero como el fuego parece formar parte de la vida teatral, éste también se quemó una vez, en octubre de 1874, y fue, según el relato de Leila, minuciosamente reconstruido en una versión quizás menos opulenta. No quiero pensar cómo sería la otra entonces, pues aquí no falta de nada, en lo que ha llegado hasta nosotros, para representar ese lujo reverencial por la lírica y el ballet. Sobre la idea de hacer un teatro inspirado en la Alhambra de Granada y la supervivencia de los planos originales, en aquellos agitados días todo el mundo daba una versión diferente. En el siniestro de 1874 se quemó el archivo musical y al parecer, el grueso de los planos primitivos; las llamas también consumieron todos los decorados, trajes, instrumentos musicales y una para entonces muy novedosa maquinaria escénica.

Si algún edificio del mundo merecía ser apodado El Capricho ese es la Ópera de Tbilisi. En su origen están los gustos del mariscal del Cáucaso Mijail Vorontsov, que atrajo hasta Tbilisi a los artistas de los Teatros Imperiales de San Peterburgo y si se quiere, puso la primera piedra del teatro, que se inauguró por fin en 1851, un año después del Real de Madrid, una década sin par en la que se inauguraron en toda Europa más de 150 grandes teatros. Hay un relato de la época publicado en París por el cronista Edmond de Barés que decía: “La Ópera Nacional de Tbilisi posee unos interiores totalmente en estilos moriscos, y es sin dudas, una de las fábricas teatrales más elegantes, bellas y fascinantes concebidas por el hombre de hoy”. Y en el siglo XXI Tbilisi cambió; el hotel Iveria fue vestido con un traje a medida de cristal y acero y ahora luce cinco estrellas. El teatro sigue en su sitio, tan eterno como las artes que se cumplen dentro de sus paredes y no puedo olvidar a la anciana que tejía su labor en un banco junto a la estatua caída (o durmiente) de Lenin: “No se fíe, cualquier día, cojo, se levanta”.

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