_
_
_
_
_

“Llegué a no sentirme humano”

El pescador Salvador Alvarenga, que viajó a la deriva durante 438 días por el océano Pacífico, desde México a las Islas Marshall, presenta un libro sobre su odisea

Salvador Alvarenga en la Gran Vía de Madrid antes de la entrevista.
Salvador Alvarenga en la Gran Vía de Madrid antes de la entrevista.LUIS SEVILLANO

Después de sobrevivir a la deriva durante 438 días —comiendo pájaros y peces, recogiendo el agua de la lluvia en envases, a veces bebiendo su propia orina, y rezando—, la sombra de la duda amenaza a Salvador Alvarenga, un pescador salvadoreño que recorrió, tras un naufragio, más de 6.500 millas (unos 12.000 kilómetros) —desde Costa Azul (México) hasta Ebon (Islas Marshall)— en su lancha. Durante la travesía, murió su compañero, un jornalero de 22 años llamado Ezequiel Córdoba. La familia del fallecido denuncia que Alvarenga se comió al joven, algo que el náufrago niega. Aparentemente ajeno a la acusación, ha decidido publicar su historia, contada por el periodista estadounidense Jonathan Franklin (Salvador, Alienta Editorial). Lo siguiente será convertirla en película.

Más información
El silencio del náufrago
El miedo al mar del náufrago salvadoreño

Alvarenga (Garita Palmera, El Salvador, 1975) apenas supera el 1,65 de altura, tiene la piel curtida, unas manos gruesas y los ojos pequeños. Hoy luce un afeitado perfecto, nada que ver con la inmensa barba y el tupido cabello, con los que apareció tras su odisea. El experimentado pescador, que a los 10 años dejó la escuela, a veces mira con recelo y otras, con la inocencia de un niño. ¿Qué pasó con Ezequiel, su compañero en aquella trágica jornada de pesca del tiburón? “Después de unos días a la deriva, empezó a quejarse. A los dos meses, él sentía que no había salvación posible”. Su versión de los hechos es que murió por inanición. Tras el fallecimiento, explica Alvarenga, dejó el cuerpo en el barco durante unos ocho días. “Le preguntaba: ‘¿Cómo es la muerte?’; ‘¿Estás descansando?” A los cuatro días, las cuestiones ya eran sobre sí mismo: “¿Qué hago yo con un muerto, si no tengo nada que hablar con él, si ya está descansando? Yo —dice Alvarenga— quería dejarlo en paz, pero no tenía el valor de arrojarlo al agua”. Hasta que una noche lo empujó.

Un fuerte oleaje provocado por una tempestad fue el detonante del naufragio. Alvarenga llamó por radio a su patrón. Sin GPS, ni ancla, el jefe le dijo que irían a buscarles.

Alvarenga, en una imagen de hace casi tres años tras su rescate.
Alvarenga, en una imagen de hace casi tres años tras su rescate.AP

—Si pensáis venir a por mí, venid ya, estas olas son enormes. Nos entra mucha agua —explicó Alvarenga—. Venga, que estamos jodidos de verdad —gritó.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

Fueron las últimas palabras que transmitió a tierra por radio. A los cinco días, se encontraban ya a unos 465 kilómetros de la costa. “Yo escuchaba el zumbidito de un avión”, recuerda imitando el ruido. “Pero no nos encontraron”.

Durante el año y dos meses que estuvo a la deriva, Alvarenga intentaba estar siempre activo: ordenaba las cosas, lavaba el barco, descansaba, estiraba las piernas, cazaba aves o pescaba, recogía los objetos útiles que encontraba entre la basura que flotaba en el océano... También rezaba y pedía a Dios salir sano y salvo de aquella. En cierto momento, reconoce, se olvidó de que era humano y se adaptó al mar. “Me concentré en sobrevivir y no en pensar en tantas cosas como solemos pensar”. Y añade con una tímida sonrisa: “Me salió perfecto”.

De repente, una noche tras más de un año de navegar perdido, Alvarenga vio a lo lejos unos focos que iban de un lado a otro: eran barcos de pesca. No sabía si se trataba de una ensoñación más o si era real. Solo esperaba que le vieran, pero esto no sucedió. Días más tarde, al despertar el pescador vio cocos y ramajes flotando alrededor de la lancha. Esta vez sí, esto solo podía significar una cosa. Alzó la vista y allí vio lo que resultó ser la ínsula de Ebon, en las Islas Marshall. Pisó tierra firme sin ropa, con solo un cuchillo en la mano, con el que consiguió comer algunos vegetales en el monte. Hasta que una pareja dio con él y le devolvió a la civilización. Entonces, hace hoy casi tres años, la historia dio la vuelta al mundo.

“Ahora tengo a mi hija Fátima. También a mis padres. Nunca me preguntaron, solo tratan de que olvide”, afirma Alvarenga. A continuación, dice con tono serio que su madre es la única que debería preguntarle qué pasó durante aquellos 438 días a la deriva.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

MARIÉN KADNER
Trabaja en la sección de Internacional de EL PAÍS. Antes estuvo en la edición digital del periódico, así como en la delegación del diario en Ciudad de México. Estudió Ciencias Políticas en la Universidad de Granada y en Sciences Po Bordeaux, y el Máster de Periodismo de EL PAÍS.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_