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NADA ESCRITO
Columna
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La isla que no cesa

Una mujer de 90 años resumió las contradicciones: “Después de todo, sin Fidel no estaríamos aquí”

Juan Villoro

El 23 de noviembre de 1997 me lavaba las manos en el restaurante Versailles, bastión de los cubanos de Miami, cuando un estruendo llegó por la ventanilla que daba a la cocina. Una pila de platos se hizo añicos en el piso mientras una voz decía: "¡Ha muerto Mas Canosa!".

Así me enteré del fin de uno de los más conspicuos opositores a Fidel Castro. Volví a la mesa, donde me esperaba Eliseo Alberto. Habíamos ido a Miami a presentar su libro Informe contra mí mismo, que trata de la persecución a intelectuales cubanos, el exilio y la difícil resistencia en el interior de la isla. Con melancólica franqueza, Eliseo se ocupa en esas páginas del momento en que la policía le pidió que informara acerca de su padre, el poeta Eliseo Diego, y de los destinos de quienes sufrieron distintos tipos de ostracismo.

Su Informe había sido bien recibido en México; en Miami no despertó el mismo entusiasmo. Un señor de guayabera, de unos 60 años, comentó: "Tú no eres un exiliado sino un quedado" (no le bastaba que el autor se alejara de la Revolución; debía repudiarla por completo).

No es fácil obtener la absolución en asuntos cubanos. Alguien te puede procesar por no entender a Lezama Lima y alguien más por tratar de entenderlo.

En 1992 visité a Guillermo Cabrera Infante en su departamento de Londres. Hablamos de la dificultad de establecer un consenso entre los disidentes. Se dirigió a un librero, tomó Las iniciales de la tierra, de Jesús Díaz, y me mostró la dedicatoria, que decía más o menos lo siguiente: "A Guillermo Cabrera Infante que, a su pesar, ha hecho mucho por la literatura cubana".

Fiel al régimen durante largos años, Díaz se exilió en Alemania en 1994. Ahí lo conocí y mencioné su dedicatoria al autor de Tres tristes tigres. "Una vida se puede redimir", contestó al modo de un personaje de Dostoyevski. Añadió que planeaba una revista en la que tuvieran cabida las ideas de todos los cubanos. Dos años después encabezó Encuentro. Para algunos, su conversión fue tardía y ya inútil, pues previamente había perjudicado a colegas como Reinaldo Arenas; otros aquilataron que al final de su vida tuviera la valentía de modificar la conducta que lo había beneficiado.

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En 2004 asistí a la presentación de un libro de Leonardo Padura sobre Carpentier en la sede de la Unión de Artistas y Escritores de Cuba (Uneac). El autor de El hombre que amaba los perros aprovechó la ocasión para criticar la falta de libertad de expresión en la isla, la política universitaria y el papel de la propia Uneac. Comenté esta significativa actitud con cubanos que viven fuera de la isla y la descartaron como un simulacro para aparentar que la discusión existe.

La creatividad con que los cubanos discrepan entre sí merece el impecable título de la novela de Antonio José Ponte La fiesta vigilada. Un jolgorio en el que todos sospechan de todos. Para los que no pertenecemos a ese desconcierto, oír resulta mejor que hablar.

La muerte de Fidel provocó que unos brindaran con champaña en Miami y otros lloraran en México, que acaso algún día será el "Miami rojo".

El pasado domingo entré al Rumba Café de Washington. La comunidad latina se reunía para oír al cantante y compositor Pável Urquiza. Hablé con varios cubanos que se definían como progresistas anti-Trump. Se saludaban diciendo "felicidades" en el tono de quienes consideran indecoroso alegrarse de una muerte pero saben que eso es un alivio.

Una mujer de 90 años resumió las contradicciones del momento con sabia ironía: "Después de todo, sin Fidel no estaríamos aquí".

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