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Futuh: cuando toda una vida cabe en un par de maletas y algún documento

La mujer, de 28 años, se refugia junto a sus cinco hijos en un colegio de Sanáa

Natalia Sancha
Futuh junto a dos de sus hijos en el colegio de Sanáa donde se refugian, el pasado julio.
Futuh junto a dos de sus hijos en el colegio de Sanáa donde se refugian, el pasado julio.Natalia Sancha

El 25 de marzo de 2015 comenzaron a caer bombas desde el cielo yemení. Salvar la vida se convirtió en la prioridad para los 25 millones de habitantes del país. Entre ellos, Futuh, que a los 28 años ya es madre de cinco hijos. Un mes más tarde, una tonelada de explosivos se precipitó sobre el barrio de Faj Attan, en la periferia de Saná, una zona objetivo de la coalición liderada por Arabia Saudí, que asegura que allí su enemigo esconde un importante arsenal de armas. Tras los ataques, una enorme columna de humo y fuego cubrió toda la barriada con una capa de ceniza que enterró a 25 cuerpos e hirió a 400 personas.

Ese fue el límite para Futuh, una joven de clase trabajadora que vivía en el barrio en un piso de alquiler. Agarró a sus cinco hijos y se fue a vivir a casa de su hermano en Sanáa. Hacinados en un dormitorio compartieron largas noches de insomnio con sus padres, su cuñada y sus tres sobrinos. Pero en tiempos de guerra, la necesidad acaba por erosionar el tejido social, incluso en las sociedades más tradicionales. El eslabón más débil fue el primero en caer. “Somos seis bocas que alimentar y mi hermano ya tiene otras seis a cargo. Era demasiado”, musitaba el pasado julio.

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Desde debajo del niqab --elvelo con el que las mujeres yemeníes cubren su rostro--, habla sin rencor sobre el hecho de que ella y sus hijos son considerados un lastre. Buscando refugio en una zona menos expuesta a los bombardeos, fue acogida en el colegio Al Quds, también en la capital yemení. “Lo importante es que mis hijos están a salvo, doy gracias a dios”, repite esta mujer, que vio a la mitad de su vecindario perecer bajo las bombas. En el centro donde viven ahora, las sillas y mesas han sido apiladas en las esquinas de las clases, mientras que una fina tela cubre las baldosas reconvertidas en lecho temporal para 200 para los 2,3 millones de desplazados que se calcula que hay. Un puñado de empresarios yemeníes se hacen cargo de los gastos de agua y les proporcionan un plato de comida diario.

A oscuras, en una capital en la que no queda un solo amperio, Futuh se consume en sus pensamientos. Ahora que ya ha asimilado los truenos de un cielo en guerra, esta yemení se enfrenta ahora a los problemas heredados de la vida de preguerra. Con voz suave y gestos templados consuela a su hija pequeña, que instintivamente se cubre los oídos del ruido de los aviones y rompe a llorar. Mantiene el aula pulcramente ordenada, al igual que las ropas de sus hijos, aunque tan solo disponga de dos mudas para cada uno. En cuclillas y cubierta por la abaya negra, Futuh gesticula poco. Prefiere comunicarse a través de unos grandes ojos que rezuman una mezcla de tristeza y resignación. “Dos meses antes de que empezaran los bombardeos encarcelaron a mi marido”, prosigue con voz templada. Carpintero de profesión, la crisis económica le dejó sin empleo. Pidieron tantos prestamos como pudieron, pero llegó un momento en el que ya no supieron hacer frente a la deuda del alquiler.

La justicia, que incluso en tiempos de guerra dicta condena, sancionó a su marido con nueve meses de cárcel o pagar 66,000 reales (unos 280 euros). Una doble condena que cayó sobre toda familia. “Solo espero que no esté preocupado por nosotros y que le den de comer allí dentro”, murmura casi para sí misma. Sin dinero para el autobús, apenas ha podido visitar a su marido en un par de ocasiones en la cárcel.

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El casero también decidió tomarse la justicia por su cuenta y confiscó todos los enseres y muebles de Futuh tras su huida. Dos mochilas con ropa y sus documentos es todo lo que logró rescatar de su anterior vida. “Tengo que aguantar unos meses más. Una vez mi marido salga de la cárcel, comenzaremos de nuevo”, reza cada noche para mantener la entereza.

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