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Una prisión donde seguir vivo cuesta 6.000 dólares

El motín de Topo Chico en el que murieron 49 reclusos deja en evidencia el descontrol de las cárceles en México

Un interno en el penal de Topo Chico.
Un interno en el penal de Topo Chico.M. Sierra (EFE)

Erika dice que quiere mucho, mucho, hasta la locura, a Santiago, el padre de su hija. Pero que no le gustaba que la “jaloneara”, como estaba haciendo cada vez más, y un día lo denunció a la policía. El muchacho maltratador, de 20 años, entró en la cárcel de Topo Chico, en Monterrey, a la espera de juicio. En un “área de observación”, antes de ser destinado a un módulo concreto, los narcos estudiaron la calidad de su dentadura, la marca de las zapatillas puestas, los jirones de los pantalones, y llegaron a la conclusión de que era un espécimen con cierto potencial económico. Le comunicaron a su familia que debía pagar 6.000 dólares (unos 5.400 euros) de cuota de ingreso, como si se tratara de una de las universidades más caras de México. De lo contrario lo podían asesinar nada más poner un pie en el patio.

La madrugada del jueves, dos facciones relacionadas con Los Zetas que se disputaban el control de esta prisión, según la versión oficial, se enfrentaron con palos, piedras, botellas, varillas y remedos de puñales. Desde el exterior hay testigos que aseguran haber oído disparos. La reyerta, que duró entre dos y tres horas, se saldó con la muerte de 49 internos. Jaime Rodríguez, El Bronco, el gobernador de Nuevo León, dijo que las autoridades lograron controlar parcialmente el penal sobre las 2.30 y a las 5.00 pudieron acceder los detectives y los forenses. Encontraron cadáveres golpeados con saña, linchados, cinco de ellos calcinados en un incendio avivado con colchones. Tenían ante los ojos el motín carcelario más sangriento de la historia de México.

La prisión de Topo Chico recrea en miniatura la guerra de los carteles de la droga que puso en jaque a Monterrey. En 2010 y 2011, la que hasta entonces era reconocida como la ciudad más industrial del país, sede de pujantes multinacionales, comenzó a sufrir los estragos del crimen: asesinatos y bloqueos de carretera.

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Las organizaciones criminales predominantes, Los Zetas y el cartel del Golfo, se peleaban por la plaza, como se conoce al hecho de tener la hegemonía de un lugar. Entonces se hizo célebre el vídeo de una profesora que, tumbada en el suelo junto a los niños, cantaba una canción para tranquilizar a los alumnos mientras alrededor de la guardería zumbaban las balas.

Si aquello no era una guerra se le parecía bastante. Monterrey pasó de registrar 828 homicidios en 2010 a más de 2.000 al año siguiente. La autoridad ha recuperado ahora una parte importante de la capital de Nuevo León —es difícil precisar hasta qué grado— pero los retazos de ese conflicto se han trasladado a las cárceles, donde facciones que no conocen otra forma de vida se pelean por desplumar a tipos como Santiago.

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La madre de Santiago acaba de proporcionar a los forenses muestras de ADN para comprobar si su hijo es “uno de los achicharrados”. Grita su nombre a través de las vallas metálicas de la prisión, rodeada de padres y madres que igual que ella quieren tener información de los suyos. Los presos, a lo lejos, se apostan en las escaleras de emergencia o sacan una mano por la ventana para mandar un mensaje de alivio, pero ninguno de ellos es Santiago, y eso le angustia.

Elizabeth, de 37 años, vive un calvario desde que detuvieran a su hijo hace seis meses. Vendió la casa en la que vivía y todos los muebles que había dentro por unos 3.000 dólares, y los otros 3.000 que le exigían las mafias carcelarias los reunió a base de préstamos de parientes y, lo que es peor, de créditos de usureros. “Estoy ahogada”, dice. En parte porque esa primera cantidad era solo por el ingreso, y ahora paga semanalmente entre 100 y 200 dólares, una fortuna para una madre soltera con otros tres hijos. Eso le garantiza protección a Santiago, un plato de comida y hasta un colchón. Los que no tienen quien les pague duermen en el suelo.

Sin identificar

La autoridad trataba ayer de reorganizar la vieja prisión, abierta en 1947. En los años ochenta mataron a su director durante una revuelta y en 2011 unos sicarios entraron para ejecutar a un interno. “Vamos a tratar de cambiar esto”, dice por teléfono El Bronco, un político independiente, sin respaldo de los partidos tradicionales. En la puerta se colgó la lista con las identidades de 40 de los muertos. Nueve cuerpos no habían sido identificados, cinco por estar calcinados y cuatro porque nadie sabe quiénes son. La dirección de la cárcel tenía registrados 3.900 reclusos, pero nadie puede asegurar cuál es la cifra real. A media mañana se hizo pública otra lista, esta vez la de 166 que iban a trasladar a otra prisión, dejando ver que hay propósito de enmienda.

Elizabeth, agarrada del cuello por las exigencias del hampa carcelaria, hasta paga el vis a vis de Santiago con Erika. El encuentro podía prolongarse varios días si así lo deseaba la pareja, siempre y cuando pagaran, como si estuviéramos hablando de la tarifa de un hotel. “Ya dije que todo ahí dentro tiene un precio, ¿no?”.

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Sobre la firma

Juan Diego Quesada
Es el corresponsal de Colombia, Venezuela y la región andina. Fue miembro fundador de EL PAÍS América en 2013, en la sede de México. Después pasó por la sección de Internacional, donde fue enviado especial a Irak, Filipinas y los Balcanes. Más tarde escribió reportajes en Madrid, ciudad desde la que cubrió la pandemia de covid-19.

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