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CARTAS DE CUÉVANO
Tribuna
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La Mancha

Uno ha de seguir leyendo la novela entera de Cervantes todos los abriles de una vida, con la ilusión de recorrer su geografía

Cuentan de un demediado caballero que por el mucho leer y el poco dormir intentó sofocar calores y olvidarse de amores contrariados embarcándose en una navegación por los campos llanos e interminables de La Mancha. Llevaba de guía unos papeles comprados en la Alcaná de Toledo, traducidos al instante como guías para el acompañamiento de la sinpar novela que narra las andanzas de Don Quijote de la Mancha. Se trataba del libro de 1905 titulado La ruta de Don Quijote vivido y escrito por Azorín y, por ser lector de las páginas de EL PAÍS, el libelo por entregas escrito y vivido por Julio Llamazares, que repite las andanzas de Azorín al cumplirse ahora el cuarto centenario de la publicación de la Segunda Parte del Quijote de Cervantes. Con ello, basta para fincar el mareo, pues entonces Toledo se volvió laberinto de callejones callados y madrugadas acaloradas, iglesias en penumbra a la sombra de sinagogas calladas, y por todos lados platos, platones y mosaicos que alababan a dios y paz en árabe. La víspera es aviso de que uno quiere seguirle la sombra a Azorín, que dejaba papeles escritos en las mesas de los hostales, tanto como seguirle cada luz con la que escribe su magno reportaje Llamazares… sin dejar de hilar los párrafos del libro mismo de Cervantes, como quien consulta para todos los días la novela interminable de todos los días y sus horas.

Toledo se volvió laberinto de callejones callados y madrugadas acaloradas

Es la del alba cuando sale de Toledo, con tres libros en mente, para intentar el primer descanso en Puerto Lápice y encontrarse con la idéntica confusión de un hidalgo enloquecido: con las primera horas del calor, entre tantas casas encaladas, pintadas sus puertas y sus faldas con el azul intenso del añil, a cualquiera le parece que una venta no es una venta cualquiera, sino un castillo encantado donde las damas que venden crema de aceite de oliva y el necio que insiste en tocar el claxon de su automóvil, son en realidad pajes de un gran señor que ha de hacernos caballeros con la callada ceremonia de unas palabras incomprensibles.

Puesto en ruta, se descubre que Argamasilla de Alba conserva intacta la encalada cueva que fue prisión donde Miguel de Cervantes Saavedra empezó si no la redacción, por lo menos la cuadrícula mental con la que imaginó su inmensa novela. Preso por cuitas de impuestos no pagados o por atrevidos piropos a una dama inalcanzable, al viajero se le empieza a filtrar en la saliva de la sed una suerte de urgencia por dilucidar cuál sería la vera mecánica mental para que un hombre imaginara la disparatada historia de un hidalgo enloquecido por los libros que se atreve nada menos que a conquistar el mundo para desfacer entuertos, enderezar lo torcido y enamorar a un auténtica emperatriz, que no por conocida deja de ser enteramente desconocida. Como su primera salida fue en verano, al caballero Cervantes y al personaje que inventa (así como para uno mismo) parece volverse explicación de todo este enredo de sueños y realidades suponer entonces que es la calor (así, en femenino) lo que termina por quemarle las entendederas y derretirle los sesos con visiones confundidas de campos que parecen espejismos del desierto.

Tal como en las aventuras del Caballero de la Triste Figura soñado por Cervantes, las páginas de Azorín y Llamazares llevan hoy mismo al lector a refrescarse a las Lagunas de Ruidera

Así como hace siglos, hoy mismo quien jamás ha visto los modernos molinos de viento –espigas como zancudos, con astas inmensas que parecen agujas—podría llegar a la idéntica conclusión de que son gigantes de un siniestro videojuego que alguien ha desatado en una consola de pantalla plana para invadir poco a poco el paisaje de España en aras del Mal con mayúsculas. Así, como los molinos eran artilugio recién llegado de Flandes en tiempos del rey Felipe II, así en estos nuevos tiempos de otro rey Felipe, cualquiera podría confundir las alineadas placas plateadas de los campos de energía termosolar con un disciplinado ejército de clones que han venido a lidiar con el único toro antiguamente llamado de Osborne que campea sobra la loma de la carretera nacional.

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Tal como en las aventuras del Caballero de la Triste Figura soñado por Cervantes, las páginas de Azorín y Llamazares llevan hoy mismo al lector a refrescarse a las Lagunas de Ruidera, tres tonos de aguas azules en medio de campos dorados azotados por el calor… y el corazón parece resucitar con la idea de subir entonces al Toboso, volver a verla por primera vez, decirle tres tonterías que farden hazañas logradas en su nombre y esperar –con la respiración suspendida—a que ella confiese que en realidad, aquí no ha pasado ni un siglo. Que no ha pasado nada y que esperaba precisamente el instante para olvidarse de todo… pero el viajero es lector necio y prefiere entonces batirse en el Campo de Criptana con siete molinos gigantes, que son más gigantes que molinos, de los 37 que hubo en tiempos de Cervantes. Entrar por la barriga de sus estructuras redondas, buscando lograr una estocada al volapié en la lonja de una inmensa vejiga de vino y descubrir que a la rueda más grande de cada molino se le llama Catalina, porque a la santa de Siena se le martirizó amarrada a una rueda dentada como las que aquí mugen y aúllen para moler trigo y cereales, redonda como la Luna que también por eso se llama Catalina, la blanca esfera que huye al fondo del paisaje del inmenso rojo Sol, que se llama Lorenzo por la parrilla del martirio, del enredo y las confusiones con los que el lector de Cervantes, apoyado en Llamazares y siguiendo la sombra de Azorín, decide evitar el posible desencanto del Toboso para intentar dormir en Cuenca.

Uno ha de seguir leyendo la novela entera de Cervantes todos los abriles de una vida, con la ilusión de recorrer su geografía en persona todos los veranos

Llega entonces la noche, ya casi de madrugada, y entre casas colgantes y puertas imponentes que en realidad parecen todas cerradas a cal y canto, al lector demediado sólo le queda el alivio de una posible primera conclusión: uno ha de seguir leyendo la novela entera de Cervantes todos los abriles de una vida, con la ilusión de recorrer su geografía en persona todos los veranos posibles. Solo así se confirma una de las mejores formas de leer el decurso entero, variado y múltiple de una vida, tanto como se vivirá convencido de que páginas, paisaje y personas tenemos siempre algo intacto sobre esa mancha geográfica y emocional que llamamos el alma.

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