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Columna
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¿Sirven también para los políticos las críticas de Francisco a los cardenales?

Los poderosos de cualquier rango, fe o color político, “no deberían poder robarnos el derecho a ser felices”.

Juan Arias

El papa Francisco sorprendió a creyentes y ateos cuando al mirar en los ojos de las altas jerarquías cardenalicias del Vaticano, reunidas con motivo de la Navidad, les diagnosticó entre otras enfermedades la de “alzheimer espiritual”, al haberse olvidado de Dios, la de “esquizofrenia asistencial” al vivir una “doble vida” y la del terrorismo de las intrigas algo que tanto ha abundado en las sombras de aquellos palacios donde tantos papas ya fueron asesinados.

¿Estaba Francisco, pieza clave en la distensión de Cuba, quizás el hecho político más importante del año que acaba, refiriéndose también a los grandes de la política? De Roma, los fieles al papa que no teme ni duda decir lo que piensa, aseguran que sí. De hecho, recuerdan, lo hacía ya en Argentina cuando era cardenal.

El papa “llegado de muy lejos a Roma”, como él había subrayado al ser el primer papa de la periferia del mundo, ha siempre sostenido que el hombre es un “animal político” y que la Iglesia no puede desinteresarse de esa dimensión, ya que son sus líderes los responsables por la felicidad o infelicidad de los ciudadanos.

Lo más duro del histórico discurso de Francisco a los hombres de la Curia Romana, no fue quizás el elenco de las 15 enfermedades que les diagnosticó a cardenales, obispos y monseñores, sino la medicina que les aconsejó contra la enfermedad de creerse los dueños de la Iglesia, poderosos e inmortales.

Les propuso visitar los cementerio donde están enterrados personajes famosos de la Historia, aquellos que un día se creyeron también ellos los dueños del mundo, los caudillos hipnotizadores de las masas, los eternos poderosos, los insustituibles, que como Hitler, en la película de Charlie Chaplin, se divertía jugando a fútbol con el globo terráqueo.

El hombre es un “animal político” y  la Iglesia no puede desinteresarse de esa dimensión
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Es muy posible que Francisco, aquella mañana tuviese presentes también a todos los grandes magnates de la política mundial. Y que también a ellos les estuviera aconsejando visitar algún cementerio con tumbas de nombres famosos de reyes, dictadores o presidentes de naciones y Estados que un día se creyeron también ellos dueños del mundo.

Si los jerarcas de la Iglesia, sufren, según el papa, de alzheimer espiritual, al olvidare de Dios, los políticos sufren también de “Alzheimer democrático y de representatividad”, así como de esquizofrenia, al olvidarse de aquello y de aquellos por los que fueron elegidos, como comentó, leyendo el discurso papal, el médico José Augusto Messias, miembro de la Academia de Medicina de Brasil que se sorprendió al ver al papa usar el léxico de la medicina para dirigirse a los altos prelados de la Curia.

Así como los cardenales ejercen, según Francisco, el terrorismo de las maledicencias, también la política hoy se ahoga muchas veces en las mafias de intrigas y corrupciones, actuando más en la sombras, a espalda de la ciudadanía, que a la luz del sol. Si es preciso hasta atropellan leyes y constituciones para eternizarse en el poder, un hecho más que frecuente hoy en América Latina.

La Iglesia ha encontrado un líder capaz de poder decirles con autoridad moral a sus más importantes colaboradores de la Curia, el gobierno central de la Iglesia, que no son eternos y que existen sólo para estar al servicio de los otros.

El mundo civil, el de la política, necesitaría encontrar a alguien capaz de aconsejarles a los que se consideran indispensables e insustituibles, que visiten algún cementerio donde descansan los que un día se creyeron dueños del mundo.

La política necesitaría encontrar a alguien capaz de aconsejar a quienes se consideran indispensables 

El papa Francisco ha desempolvado en su discurso a los cardenales una de las mayores y más simples verdades de la Historia: que lo más democrático que existe, sin privilegios ni excepciones, es la muerte, que no distingue entre ricos, pobres, poderosos, humildes, blancos y negros, o a reyes de lacayos.

El fallecido caudillo bolivariano, Hugo Chávez, enfermo, llegó a pedirle a Dios para que no acabase con su vida. Se comprometía a sufrir, si fuera necesario, la pasión de Cristo, pero “vivo”. La inmortalidad la sentía como un derecho adquirido. ¿Cómo podría él morir?

Es bueno recordar estas verdades al iniciar un nuevo año, que muchos lo despedirán sin nostalgias. Un año en el que la esperanza de un futuro mejor depende de que nadie se sienta, en ninguna de las instituciones religiosas o políticas, superior a nadie por el sólo hecho de ejercer el poder, ya que los sueños legítimos de un mundo más libre y menos desigual, es algo sagrado que los grandes no tienen el derecho de robarnos.

El mundo, cada día más comunicado entre sí, cada vez más informado, anhela más agregar que combatir al diferente. Cada vez soporta menos a aquellos que como afirma Francisco, “poseen un corazón de piedra”, incapaces de un mínimo temblor de humanidad. Son los que viven, dice Francisco, acomodados en sus posiciones de poder “estáticas e inamovibles”, que impiden a los demás vivir la vida con “fantasía, frescor y novedad”.

Los poderosos, según Francisco, de cualquier rango, fe o color político, “no deberían poder robarnos el derecho a ser felices”.

No sería poco.

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