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Columna
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El estado del presidente

Obama fía su etapa final a las varias partidas diplomáticas abiertas en Oriente Próximo

Lluís Bassets

No es un discurso sobre el estado del mundo, aunque a veces pueda parecerlo. Así fue con George W. Bush en 2002, cuando la superpotencia definía su voluntad de cambiar el orden geopolítico y situaba a tres países, Corea del Norte, Irak e Irán, en la diana de su poderío, activado tras el 11 S, bajo el rótulo del Eje del Mal. No es el caso este año, en el quinto Estado de la Nación de Obama, perfectamente adaptado al carácter doméstico —balance del año transcurrido, perspectivas del entrante— que tiene la sesión solemne anual en la que las dos cámaras reunidas escuchan y aplauden las palabras que lee el presidente.

La ceremonia debe conducir siempre a la misma conclusión: la unión se encuentra en buen estado, es fuerte. Obama ha podido exhibir buenas cifras de crecimiento, empleo e inversiones, las mejores de su presidencia: puede ser ya el año del despegue para “el país mejor situado en el siglo XXI que cualquier otra nación en el planeta”. Con un severo pasivo: el crecimiento de las desigualdades y de la pobreza y la paralización de los ascensores sociales.

El dibujo se completa con otros trazos inquietantes: una economía fuerte pero una política débil, dentro y fuera. En casa, el Congreso le impide gobernar mediante el instrumento legislativo: deberá hacerlo con el ejemplo y la palabra, más líder de la sociedad civil que jefe de Ejecutivo. Fuera, el mundo cambiante y multipolar le obliga a jugarlo todo en el campo diplomático y a limitar sus propios excesos con los drones y con el espionaje digital para levantar en algo su deteriorada imagen internacional.

Hay elecciones de mitad de mandato este año, con riesgo grave para los demócratas de perder incluso la mayoría en el Senado después de haberla perdido ya en 2010 en el Congreso, y luego solo quedan esos dos años finales en los que todo presidente corre el riesgo de hundirse en un pantano de impotencia. Este horizonte explica la exhibición de activismo que ha hecho Obama en su discurso y la recuperación de pretensiones de enorme significado pero aparentemente olvidadas, como cerrar Guantánamo.

Muchos presidentes han sacado provecho de sus dos años desechables. Bush empezó en su política exterior el viraje que completó su sucesor al llegar a la Casa Blanca. Clinton terminó con Milosevic. Obama lo fía todo a las partidas diplomáticas que mantiene abiertas: desarme químico y conversaciones de paz en Siria, desarme nuclear de Irán, acuerdo de paz entre israelíes y palestinos, aunque exhibe discretamente su récord militar —Bin Laden principalmente— para que nadie se llame a engaño. Su máximo orgullo, a pesar de todo, es que todos los chicos regresen a casa después de librar en Afganistán la guerra más larga de su historia. El Obama que enfila el tramo final de su presidencia quiere parecerse al Obama que aspiraba a la Casa Blanca. Ese es el estado del presidente.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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