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Kosovo cava la última trinchera de los Balcanes

Los serbios del norte rechazan el deshielo entre Belgrado y Pristina La cuestión kosovar abre la puerta de la UE

ANDREA RIZZI (ENVIADO ESPECIAL)
Niños serbios corean lemas en una marcha nacionalista en Mitrovica.
Niños serbios corean lemas en una marcha nacionalista en Mitrovica. a. kisbenedek (AFP)

La guerra de Kosovo terminó hace 14 años ya, pero en el puente sobre el río Ibar en el centro de Mitrovica todavía se yergue una barricada, cargada de grava, piedras y rencor.

El tiempo y la lluvia han logrado incluso que en algunos puntos brote algo de vegetación sobre ella, pero no ablandar la desconfianza de la que es símbolo. La barricada parte en dos la ciudad y todo Kosovo, y causa migrañas en varias cancillerías europeas. Al sur, domina la población albanesa, más del 90% del total del Estado balcánico que declaró su independencia en 2008. Al norte, resisten unos 60.000 serbios enrocados en un territorio autogestionado por las conocidas como “instituciones paralelas”, financiadas por Belgrado. Aquí, el Estado kosovar no llega. La comunidad internacional tampoco es bienvenida. Y Serbia, en grave crisis económica, hace lo que puede.

Alcanzada la orilla norte del Ibar, una profusión de banderas serbias acoge al visitante, entre diminutas y por lo general escuálidas tiendas con precios en dinares, calles destartaladas, viejos inmuebles y pintadas nacionalistas con escaso sentido del humor. Pero estos días el habitual orgullo patriótico serbio ha quedado ensombrecido. “Belgrado nos ha traicionado. Nos ha sacrificado a cambio de obtener luz verde para el proceso de adhesión a la Unión Europea”, lamenta Bojan Vasic, de 29 años.

Vasic no es ningún energúmeno radical. Es un joven cultivado, licenciado en Ciencias Políticas y especializado en Reino Unido y Estados Unidos. La “traición” de la que habla es el sentimiento de todos los serbios del norte de Kosovo. Se repite en cada conversación, y se refiere al acuerdo sellado entre Serbia y Kosovo el pasado abril. Con el pacto, Belgrado reconoce la autoridad de Pristina sobre todo el territorio kosovar —sin llegar a reconocer a Kosovo como Estado— y promete desmantelar sus “instituciones paralelas” a cambio de un alto grado de autonomía para las zonas de mayoría serbia. El acuerdo era una condición impuesta por Bruselas para autorizar el proceso de adhesión de Serbia, algo que Belgrado necesita desesperadamente en un momento de honda crisis económica.

Pero, si los serbios que viven al sur del Ibar —inmersos en medio de una aplastante mayoría albanesa— optan por un resignado y pragmático apoyo al proceso, Mitrovica no cede. Por nacionalismo, por cercanía geográfica y porque, según Vasic, más del 80% de la renta en la empobrecida zona son transferencias de Belgrado.

“Sin la ayuda de Serbia, tendremos que irnos de Kosovo”, dice Sinisa Radovic, de 35 años, que trabaja en una tienda de regalos y está seguro de que, una vez sellado el acuerdo, Pristina invertirá en el norte mucho menos que Belgrado. “El concepto es claro. Si nos fuerzan a ser albaneses y nos quitan la ayuda, tendremos que irnos. Somos como un diente que duele. Al final, mejor quitarlo”, dice, amargo.

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Pero ellos intentan resistir. En la tienda de Radovic, ButikSasha, una postal representa a Mitrovica (junto con Serbia) como una especie de aldea de Astérix en la que aún se resiste a la “invasión estadounidense”. Los lugareños se aferran a sus símbolos. Aquí, Kosovo no puede entrar ni en forma de matrícula de coche. Así que algunos vehículos circulan con matrícula serbia; otros, directamente, sin placas. Cuando tienen que cruzar el Ibar hacia el sur, por un puente despejado que se encuentra a unos cientos de metros del principal, los conductores descienden del coche, montan la matrícula kosovar, y se aventuran. A la vuelta, en el mismo sitio, la desmontan.

Toda la zona tiene cierto aire a Lejano Oeste. En su despacho en Pristina, Berndt Borchardt —jefe de Eulex, la misión de la UE que impulsa el Estado de derecho en Kosovo— admite, con un diplomático eufemismo, que “no hay una eficaz acción de policía y de justicia penal en el norte”. De facto, la policía no actúa aquí, y los tribunales penales “paralelos” tampoco, porque no pueden ejecutar sentencias. Crimen y contrabando florecen, con una irónica excelente colaboración entre bandas serbias y albanesas, según confirma Borchardt.

A media altura en la colina a la que Mitrovica parece agarrarse como para no caer en la llanura albanesa, se yergue el centro local de salud. Zlatan Elek, de 43 años, cirujano de pediatría y vicedirector del centro, habla claro. “Aquí, todo viene de Belgrado. Sueldos, material. Tememos lo que pasará si terminamos bajo el control de las autoridades albanokosovares. Estamos por la paz, pero no a precio de tener que irnos”, dice, en su despacho. El centro es vetusto, pero es sin duda mejor que la gran mayoría de los centros al sur del Ibar.

Belgrado necesita desbloquear la resistencia de los serbios del norte de Kosovo para convencer a Bruselas y lleva semanas despachando a la aldea de Astérix a sus altos cargos. Tiene medios de presión, gracias a los fondos que entrega. Pero Mitrovica también tiene armas. “Todos los partidos hemos pactado boicotear las elecciones para las instituciones que el acuerdo pretende crear”, dice Nemanja Jaicsic, de 28 años, miembro local de un partido radical. Si no votan, impedirán la puesta en marcha de los nuevos Ayuntamientos en el norte, lo que supondría un serio problema para el proceso de normalización. “Igual ya no podemos ser parte de Serbia. Pero, si a los albaneses les han dado un Estado, ¿por qué a nosotros no?”, pregunta.

En su estupenda historia de Kosovo, Noel Malcolm ofrece una respuesta: porque la terrible limpieza étnica que las fuerzas serbias aplicaron a finales de los noventa aquí no puede tener como recompensa un pedazo de tierra desgajado por motivos étnicos.

Los Balcanes parecen avanzar hacia mejores relaciones. El presidente serbio, Tomislav Nikolic, pese a su pasado radical, ha cumplido varios gestos, como pedir perdón por la masacre de Srebrenica. Mitrovica es un obstáculo en esa senda.

La barricada sigue ahí. Pero, en sus extremos, un observador que permanezca un buen rato comprobará que se produce un esporádico tránsito de peatones en ambas direcciones. En los últimos meses no ha habido aquí episodios de violencia étnica. Quizá el tiempo llegue a ablandar las asperezas. Quizá no, como a menudo ha pasado en los Balcanes. Por ello es importante la integración de la región en la UE.

Al otro lado del río, los albaneses —en cuya sociedad el islam no juega un papel prominente— erigen una gran mezquita que parece erguirse como advertencia.

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Sobre la firma

ANDREA RIZZI (ENVIADO ESPECIAL)
Corresponsal de asuntos globales de EL PAÍS y autor de una columna dedicada a cuestiones europeas que se publica los sábados. Anteriormente fue redactor jefe de Internacional y subdirector de Opinión del diario. Es licenciado en Derecho (La Sapienza, Roma) máster en Periodismo (UAM/EL PAÍS, Madrid) y en Derecho de la UE (IEE/ULB, Bruselas).

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