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Columna
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Austeridad y crecimiento

La crisis ha llevado a que tanto los defensores del crecimiento a ultranza, como sus críticos, elogien la austeridad, aunque con contenidos opuestos

En un hermoso libro, El fin de la expansión(2012), Ricardo Almenar reflexiona sobre las implicaciones que para nuestra civilización tiene el creernos en “un mundo-oceano sin límites”, cuando realmente vivimos en un “mundo-isla”.

Ha pasado casi medio siglo desde que el economista angloamericano Kenneth E. Boulding, convencido de “quién crea que el crecimiento puede durar siempre es un loco o un economista”, publicase el artículo clave La economía futura de la nave espacial Tierra (1966). En 1972 Dennis Meadows dió a la imprenta Los límites del crecimiento, un encargo del Club de Roma, del que se vendieron más de treinta millones de ejemplares en más de cincuenta lenguas.

Desde entonces no ha dejado de aumentar la bibliografía que critica el crecimiento como el camino real que conduciría a un mundo cada vez más rico, aunque también más desigual. Este sería el precio a pagar por la capacidad extraordinaria del sistema en crear riqueza, que resulta tolerable porque el enriquecimiento ilimitado de los pocos llevaría consigo que los muchos vivan cada vez mejor.

Por más que se argumente que fijar el destino de nuestra civilización en el crecimiento ilimitado acelera la catástrofe, es un discurso que muestra una escasísima capacidad de movilización. La crisis, sin embargo, ha llevado a que tanto los defensores del crecimiento a ultranza, como sus críticos, elogien la austeridad, aunque con contenidos opuestos. Para los que creen llegado el fin del crecimiento, la austeridad es la virtud que podría salvar a la humanidad; en cambio, para los que creen ciegamente en el crecimiento ilimitado, la austeridad que hoy predican para los de abajo es un mal necesario que es preciso imponer para volver al crecimiento lo antes posible.

La austeridad que aplicaría una mayoría que estuviera convencida de que para salvar a la humanidad es imprescindible renunciar a un consumo en buena parte superfluo, supondría un cambio tan profundo en nuestro sistema de valores, así como en las estructuras socioeconómicas establecidas, que parece altamente improbable. El fin del binomio crecimiento-desigualdad configura una perspectiva inaceptable, en primer lugar, para los poderosos, pero también para una buena parte de la población, sin otra aspiración que a consumir más, por alejada que la mayoría se halle de esta meta.

Lo decisivo es que la austeridad voluntaria exige una sociedad mucho más igualitaria, como la que existió durante cientos de miles de años en la horda, que la izquierda ha idealizado desde finales del siglo XVIII, pese a que el igualitarismo hubiese llegado a su fin con el surgir de organizaciones políticas complejas, provinientes del desarrollo de la agricultura y ulterior división del trabajo, que se caracterizan, tanto por una desigualdad creciente, como por el afán de expansión que con toda razón en 1997 Jared Diamond llamó “cleptocracias” y que siguen siguen configurando el presente.

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Con la evidencia acumulada en los últimos decenios es tan inverosímil que el crecimiento pueda sacarnos del atolladero, no ya solo a la larga, sino incluso a mediano plazo, como que la opinión mayoritaria cese de fijar toda su esperanza en un crecimiento ilimitado, que el oxímoron de crecimiento sostenible no cambia sustancialmente.

Como todos los economistas del siglo XIX, y la inmensa mayoría en el XX, Marx creyó en el crecimiento indefinido, sin cuyo dogma no hubiera podido sostener el mito de una sociedad capaz un día de dar a cada uno según sus necesidades. El marxismo vulgar que impregna a los economistas adictos al crecimiento anuncia este mundo feliz de consumo ilimitado para todos, pero, a diferencia de Marx, no considera necesario cambiar el modelo productivo. Cierto que habrá que superar crisis imponiendo la austeridad para una buena parte de la población, pero este esfuerzo se recompesará con un sistema productivo mucho más eficiente que ofrezca más a más gente.

No cabe la menor duda de que el crecimiento a ultranza nos llevará a la catástrofe, pero mientras el capitalismo sobreviva tampoco se dará marcha atrás. Prevalecerán las voces que prediquen que la salvación está en crecer, tan poderosos son los intereses en juego, pero sin mayor incidencia social tampoco faltarán las que anuncien el destino terrible que nos espera. Cuando el futuro se ha evaporado como una categoría creible, la mayoría se refugia en el tan largo me lo fiaís del irresponsable don Juán.

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