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historias
de manos
(gallegas)

Fotografía: Fernando Bellas Texto: Pablo de Llano

Cuando conocemos a una persona, la miramos a la cara. Pero la vida de los humanos está escrita en las manos. Sobre todo en las de quienes trabajan con ellas, más allá de teclear. Este es un retrato de cuatro manos de trabajadores de Galicia. Las uñas, la piel, las palmas o los dedos pueden hablar mejor que un rostro.

El percebeiro

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ernabé Toba acaba de llegar del mar y se ha quitado el neopreno. En tiempos de su padre no había estos trajes y los que iban a recoger percebes usaban medias de señora hasta la cintura para protegerse del frío. El percebe es el marisco más caro de España. Es un pedúnculo en forma de pene que mide entre tres y diez centímetros. Crece en las rocas donde rompen las olas. En el tramo de litoral donde vive Toba, en la cornisa atlántica de la Península Ibérica, donde los romanos creían que se terminaba la Tierra, han muerto tantos marineros que le llaman la Costa de la Muerte. Los percebeiros entran hasta las rocas cuando el mar se retira y con una cuchilla intentan arrancar los percebes antes de que llegue la próxima ola. Toba tiene cuarenta años y nunca se ha cortado las uñas con tijeras. De pequeño se las mordía. Desde que es percebeiro no necesita ni eso. Ya se las lima el contacto con las rocas.

El carpintero

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os dedos de José Manuel Cortizo son tan gruesos que cuando usa el teléfono debe cuidarse de no presionar dos teclas a la vez. Su taller está en un municipio gallego en el que llueve de media un día de cada dos, A Estrada. A los diecinueve años lo enviaron al sur –Andalucía– a cumplir el servicio militar. Le correspondió Huelva, la ciudad española con más horas de sol al año. Lo hicieron encargado de carpintería. Cortizo tiene cincuenta y cuatro años y una esquina del pulgar derecho amputada. Se cortó deslizando una tabla en la sierra. Sintió «un tirón», lo cubrió y se fue en coche al hospital. Tiene las palmas de las manos ásperas por los disolventes y en carne viva el borde de las uñas. Porque a veces se las corta y otras veces se las come. «Depende de los nervios», dice. En invierno el aire frío de la sierra mecánica le abre llagas en las yemas. Para curarlas las unta con sebo antes de irse a la cama y las envuelve con tela, para no manchar las sábanas.

La campesina

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aría de Seijas es una campesina de ochenta y nueve años. Empezó a trabajar a los ocho. Está en la cocina de su casa, preparando caldo de verdura. «Por la mañana iba a la escuela y por la tarde estaba con las vacas», dice. Para ella el problema de trabajar el campo siempre ha sido la tierra que se le mete en la piel, y la solución siempre ha sido lavarlas con lejía –«sin guantes», añade al lado su hija, una profesora de tango con las uñas esmaltadas–. María tiene las manos de un color blanco frío algo rosado y arrugadas. No recuerda cómo las tenía de joven. «Peor, porque trabajaba como una burra», opina su marido, un viejo albañil. Una vez a la semana sí usaba lejía. Los sábados: para ir el domingo a misa con las manos limpias. Estuvo nueve años trabajando en París con su marido. Uno de sus empleos fue limpiar una comisaría. A la ida y a la vuelta, pasaba por debajo del Arco del Triunfo.

El cantero

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enigno Sánchez, sentado en casa. Ochenta y seis años. Cantero desde antes de los veinte. Lo dejó cuando se murió su mujer. Benigno Sánchez sentado en su casa. Agarraba el puntero con la izquierda y golpeaba con la derecha. Si la piedra tenía una arista, atenazaba el puntero entre el meñique y el anular para golpear más preciso. El meñique le quedó deformado para siempre, como en arco, separado del anular. Su compañero de trabajo se llamaba Somoza. Era un señor rechoncho que iba de trabajo en trabajo en una bicicleta para niños de marca BH. Somoza tranquilo como un buda. Benigno delgado y nervioso. Somoza ha muerto. Benigno no, sentado en su casa. Una vez le encargaron viajar a Santo Domingo para montar la estatua de un caballo en frente de una mansión donde había vivido el dictador Trujillo. Los dominicanos, al pasar, le decían: «¡Ponle unas pelotas bien grandes al caballo!». Benigno Sánchez se las puso. «Al natural», dice. «Hechas en la misma piedra».