Colombia: El camino a la paz
Cuatro años de negociaciones han puesto fin a más de 52 de guerra entre el Gobierno de Colombia y las FARC. El resultado: un texto de 297 páginas que fue sometido a un plebiscito el pasado 2 de octubre. Su rechazo sumió al país en una gran incertidumbre. Pero el camino abierto difícilmente podrá cerrarse del todo.
por javier Lafuente, Sally Palomino y Ana Marcos
El silbido que acompaña al lanzamiento de un bomba resulta imperceptible a quien está a punto de caerle encima. Cuando se quiere dar cuenta, ya ha saltado por los aires. Los guerrilleros de las FARC son capaces de percibir la llegada de un avión Kfir antes de que su tronar siembre el pánico. De escuchar hasta lo que no suena. Ha sido su forma de sobrevivir y combatir durante 52 años.
Los jefes de la guerrilla más antigua de América Latina, el último resquicio de la insurgencia que surgió y se consolidó al amparo de la Guerra Fría, han ido contando, quizás confesando, esta y otras anécdotas a sus enemigos durante cinco décadas, los representantes del Gobierno y la Fuerza Pública de Colombia. Pese a que lo máximo que consiguieron fue mantener una relación de cordialidad, nunca de amistad, no faltaron las bromas o los desafíos, sobre todo con los militares, de “tú me robaste aquel mortero” o “pudimos atacaros porque fallasteis montando ahí el campamento”.
Las delegación del Gobierno, liderada por Humberto de la Calle y Sergio Jaramillo, Alto Comisionado para la Paz y la de las FARC, con Iván Márquez al frente, lograron poner fin a un parte de guerra implacable: ocho millones de víctimas, entre los siete millones de desplazados, más de 260.000 muertos, decenas de miles de desaparecidos… Una batalla fratricida a la que se puso fin el pasado 26 de septiembre. Más de 1.300 días de conversaciones entre el equipo del Gobierno, una amalgama de políticos, militares, empresarios y jurista y la delegación de las FARC, comandada por sus principales líderes. Una negociación que ha producido un documento de 297 páginas, en su mayor parte ilegible para el ciudadano de a pie, que los colombianos decidieron no refrendar el pasado 2 de octubre. La consulta no iba a solucionar los problemas del país. Tampoco a paliar el dolor sufrido. Pero, incluso tras el triunfo del no, este proceso será la primera piedra de un nuevo camino.
El 13 de mayo de 2009, el soldado Jairo Alberto Álvarez se encontraba realizando operaciones contra el Bloque Sur de las FARC y la Columna Móvil Teófilo Forero, una especie de unidad de élite de la guerrilla, de las más sanguinarias. Álvarez accionó un artefacto explosivo. Los siguientes 20 días fueron una lucha constante de los médicos por tratar de salvarle la pierna izquierda. Fue en vano. La mina, que representa una de las mayores atrocidades de la guerra, además del explosivo y la metralla, tenía materia fecal y cianuro, dos bacterias que hicieron cualquier esfuerzo inútil. Los médicos le amputaron la pierna izquierda.
La rehabilitación de Álvarez no tiene fin. A primera vista camina normal, pero la prótesis le acompañará de por vida. Tampoco se despojará del recuerdo de aquella tarde en la que el horror explotó en su cuerpo. “El dolor físico es intenso, pero la parte psicológica es muy dura. Usted sabe que ha perdido parte de su cuerpo, y que ya no va a volver”, asegura, con la pierna derecha en el suelo y la prótesis sobre una silla, en el Hospital Militar de Bogotá, que durante décadas atendió a las víctimas del Ejército y la Policía. Un centro del dolor que llegaba a recibir unos cuatro pacientes al día con lesiones serias y que, en los últimos años del proceso de paz, pasó de atender a unos 1.000 heridos al año a no más de 60.
Escondido entre las 297 páginas del acuerdo hay uno que evidencia la voluntad de trabajo entre los que hace nada se buscaban darse plomo. El Gobierno y las FARC se han comprometido a desminar el país conjuntamente. Más de 11.000 personas han sido víctimas (entre muertos, más de 2.000, y heridos; el 10%, niños) por la colocación de artefactos explosivos en Colombia, el tercer país del mundo con más minas.
La guerrilla de origen marxista-leninista que devino en una organización terrorista –aún sigue en la lista de Estados Unidos aunque la UE la sacó de ella- con relaciones con el narcotráfico volcará buena parte de sus esfuerzos y de su gente –unos 7.000 guerrilleros y otros tantos milicianos- para tan ingente labor. Para ellos, la vida ha sufrido una sacudida en estos cuatro años, especialmente desde que el 20 de julio de 2015 decretasen el que a la postre sería el último cese unilateral del fuego. El Gobierno correspondió con la suspensión de los bombardeos a los campamentos. Hasta que se decretó el cese al fuego definitivo el 23 de junio de 2016 se produjeron algunos combates, pero ya era un hecho. No más negociación en medio del conflicto. El año posterior al inicio de las conversaciones murieron 430 personas, entre guerrilleros, civiles, militares y policías. En 2014 hubo 342 muertos, en 2015 hubo 146 y hasta junio de este año se habían registrado tres víctimas
Sin las armas, este proceso no hubiese sido posible
Quienes más notaron el cese de las bombas y el ruido de los Kfir fueron, sin duda, las FARC. La vida en los campamentos comenzó a ser eso, vida. En algún rincón del Putumayo, en la frontera con Ecuador y Perú, donde operó el mismo Bloque Sur que amputó la pierna del soldado Álvarez, un grupo de 70 guerrilleros celebraba el pasado junio una fiesta para brindar por el fin de la guerra. Eran los últimos compases de las FARC en las montañas. Vestidos con camisetas de color llamativos, esos que durante décadas tenían prohibidos para no dar papaya a los militares –una expresión que se asemejaría a la española “dar el cante”- bailaban con sus botas de agua sobre unos tablones que improvisaban un escenario.
RETRATOS DE LAS FARC Ver fotosCorría el alcohol y el buen ambiente mientras los fusiles reposaban a un lado. “Sin las armas, este proceso no hubiese sido posible”, aseguraba Martín Corena, el comandante que por aquel entonces lideraba el bloque. Al ritmo de cumbia y vallenato la guerrillerada daba sus primeros pasos hacia una vida que les era, les es, incierta. “Yo haré lo que diga la organización”, repetían jóvenes y no tanto, que también se apresuraban a soñar por una vida alejados de los fusiles.
A medida que el conflicto rebajaba la intensidad, las FARC también han ido moderando su discurso. La retórica implacable de los primeros años dio pie a lo que, Ingrid Betancourt, excandidata a la presidencia secuestrada durante seis años, calificó de “modernización mental”.
La guerrilla, a través de su máximo líder, Rodrigo Londoño, alias Timochenko, pidió perdón por el daño causado estos 50 años; llegaron a condenar los secuestros… Gestos, tardíos todos, que no incluyen asumir la relación con el narcotráfico. Las FARC, tanto en La Habana como en las montañas de Colombia, mantienen que su único vínculo es el impuesto que cobraban a las redes por operar en las zonas, repletas de cultivos de coca, donde se han encontrado tradicionalmente. Siempre bajo el paraguas de que era una forma de proteger al campesino, el eslabón más débil de la cadena, del que también se benefician.
El Gobierno decidió suspender la fumigación aérea con glifosato, una de las tradicionales reivindicaciones de la guerrilla. Los cultivos de hoja de coca, no obstante, se dispararon. Entre 2014 y 2015, según datos de la ONU, hubo un incremento del 39% de hectáreas sembradas. La cifra pasó de 69.000 a 96.000. Un número comparable con el que se registró en el año 2007, con la guerra aún en pleno apogeo, cuando llegó a 99.000 hectáreas.
“La misma ausencia del Estado ha hecho que el productor se incline hacia lo ilícito”, apunta Jersinho Boya, líder comunitario en una vereda de Tumaco, el municipio del Pacífico colombiano con más cultivos ilícitos del país. Uno de los lugares más pobres y donde la violencia paramilitar, guerrillera y la corrupción del Estado no han dejado de golpear un minuto. Boya trabaja en uno de los proyectos de sustitución de cultivos con dinero institucional que se han puesto en marcha y que servirán de acicate para los que deberán desarrollar Gobierno y FARC, como acordaron en La Habana.
La funeraria siempre estaba llena. Todos los días un muerto nuevo. No había autoridad y si había, estaba corrompida
Si la lucha contra el narcotráfico se antoja un desafío mayúsculo no lo es menos la reducción de la ingente brecha entre la Colombia rural y la urbana. El acuerdo ha sentado las bases para, realmente, transformar el país. Si se cumpliese el 70% de lo firmado, Colombia podría pasar a jugar en las grandes ligas del mundo.
Además de una reforma agraria, en La Habana se acordó la creación de un fondo de tierras de tres millones de hectáreas. Colombia es un país con siete millones de desplazados por el conflicto armado. Gente a las que se les fue despojado de todo, cuando menos. En Montes de María, en el Caribe, la rutina se volvió una concatenación de horrores. La muerte campaba a sus anchas. “La funeraria siempre estaba llena. Todos los días un muerto nuevo. No había autoridad y si había, estaba corrompida”, asegura El Mono, uno de los pocos habitantes que resistió en la zona pese a estar perseguido.
El trabajo no ha hecho más que empezar. La Unidad de Tierras asegura que se han recibido 93.686 solicitudes de restitución, de las cuales el trámite de 36.717 ya ha finalizado, con 23.236 personas beneficiadas y un total de 189.424 hectáreas restituidas. El mayor número de solicitudes llegan por baldíos usurpados por la guerrilla (40%), seguidos por los paramilitares (35) y delincuencia común (24%).
El conflicto de Colombia está atravesado desde sus inicios por el dolor de las víctimas. A los muertos y a los desplazados se le une una cantidad aún por concretar de desaparecidos. a horquilla va de los 15.000 de la Fiscalía a los más de 100.000 del Comité Internacional de la Cruz Roja. La Unidad de Víctimas contabiliza más de 40.000 desaparecidos.
En Colombia hay por lo menos un cementerio en cada uno de sus 1.102 municipios. Las grandes urbes pueden tener hasta 30, lo que deja un resultado de entre 3.000 y 5.000 camposantos.
Más de 45.000 según la Fiscalía. Decenas de miles, sin lugar a ninguna duda. Solo desde 2011, cuando se creó el Plan de Cementerio, se comenzó a recuperar, identificar y contar a estas personas. El cálculo de Medicina Legal es de 78.973 desaparecidos, pero su responsable, Carlos Valdés, cree que la cifra podría ser un 20% más alta: “Y eso sin hablar de las fosas clandestinas”.
Barrancabermeja, en el noreste del país, fue durante años una “zona roja”. Los conflictos se multiplicaban. Guerrillas, paramilitares con la complicidad de la Fuerza Pública… El sábado 16 de mayo de 1998, a las 21.30 de la noche, el retén militar que custodiaba la Comuna 7, un barrio popular, se levantó antes de la hora prevista. Un grupo de paramilitares entró a sangre y fuego y en 40 minutos asesinaron a siete personas y secuestraron a otras 25. Dos bases militares custodiaban la zona. Nadie escuchó las balas ni los gritos de las más de 200 personas que celebraban un bazar para recolectar dinero para una banda de tambores. Es la peor masacre que se recuerda en esta ciudad de unos 200.000 habitantes, donde más de 61.000 son víctimas. El recuerdo sigue vivo en Gloria Luz, que aún busca a sus dos hermanos: “¿A quién voy a perdonar yo? A mí nadie me ha dicho: ‘Yo me lo llevé, yo causé tanto dolor”.
- Entre 1985 y 2015
La cifra de desaparecidos supera las 46.000 personas. El 77% de ellas lo fueron desde 1985.
Uno no sabe si al siguiente minuto va a estar vivo. Casi nunca se duerme en el mismo lugar, la muerte siempre está ahí
La Jurisdicción Especial para la Paz, el asunto más espinoso de todo el acuerdo en tanto garantiza que todos los actores implicados en el conflicto deberán acudir a la justicia, aunque ninguno pagará cárcel si aporta verdad, trata de responder la pregunta retórica de Gloria Luz. Los condenados, o sancionados, pues el lenguaje es algo que se ha medido hasta la extenuación en este proceso, también deberán reparar a las víctimas.
Hay otra reparación, sin embargo, que trasciende lo económico. “El perdón es algo que se espera. Una persona que te pregunte: ‘¿Quiere que nos reconciliemos?’ lo mínimo que va a exigir es perdón. Para eso se necesita determinación, coraje”, recalca Carlos Velandia, exmiembro de la dirección del Ejército de Liberación Nacional (ELN). Él pagó nueve años de cárcel, se exilió en España y mientras trabajaba en aras de la paz, volvió a ser detenido este año. Aún tiene un proceso abierto, pero con lo que más carga es con “el estigma de excombatiente”.
“Llega un momento en el que el ideal se pierde y el miedo crece. Uno no sabe si al siguiente minuto va a estar vivo. Casi nunca se duerme en el mismo lugar, la muerte siempre está ahí”, dice Francisco, quien prefiere no dar más datos sobre su identidad por motivos de seguridad. Fue miembro de las FARC y hoy es uno de las 59.000 desmovilizados que han entrado en los últimos trece años en procesos de inclusión a la vida civil, según cifras de la Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR). Joshua Mitrotti, director de la ACR, considera que el reto de la sociedad colombiana es entender lo que implica dejar las armas. Los desmovilizados son de carne y hueso. Tienen sueños, tienen temores. La diferencia entre ellos y nosotros es simplemente que ellos estuvieron en el lugar equivocado y les tocó vivir cosas muy complejas en torno a la guerra”. El 75% de personas que han empezado un proceso de reintegración tras dejar las armas eran analfabetas. Hoy, según cifras de la ACR, más de 22.000 han culminado la básica primaria, 14.000 alcanzaron el bachillerato, 2.800 han accedido a educación superior y 500 son profesionales.
Hasta el 1 de abril de 20016 hay 7.724.879 personas declarantes de hechos relacionados con el conflicto armado.
Las víctimas pueden informar de 1 ó más daños sufridos
Se considera víctimas las personas que hayan sufrido un daño por hechos ocurridos como consecuencia de violaciones de las normas internacionales de Derechos Humanos y de infracciones al Derecho Internacional Humanitario ocurridas con ocasión del conflicto armado interno. También las personas que hayan sufrido un daño al intervenir para asistir a víctimas de los hechos y los niños que nacieron a causa de un abuso sexual cometido en el marco del conflicto armado.
Las FARC iniciarán su incorporación a la vida civil cuando culminen la dejación de armas, a más tarde durante el primes semestre de 2017. Hasta entonces permanecerán en zonas de concentración donde intensificarán la preparación hacia una nueva vida sin fusiles. De facto, muchos ya han iniciado ese camino. En los cuatro años en La Habana se ha intensificado el uso de las redes sociales y una nueva forma de comunicarse. A falta de contacto directo con un país, especialmente en las zonas urbanas, en el que aún suscitan un gran rechazo, Internet se ha convertido en la vía de escape.
La X Conferencia, el congreso donde las FARC, en septiembre, pusieron fin a cinco décadas de alzamiento armado para convertirse en movimiento político legal, colocó los cimientos para la nueva era. Los guerrilleros trataban de modular su discurso mientras en su primera gran fiesta pública, una suerte de Woodstock fariano. El contacto con los centenares de periodistas que acudieron fue constante. También sirvió para reencontrarse con las familias, como en el caso de Ramiro Durán, un mando del Bloque Sur. “Cuando vas a la guerra hay que concentrarse en los planes. Si estás en el combate no te acuerdas de tu mamá o papá, tienes que estar en pelear, en disparar, sortear el momento y ya”, aseguraba mientras se abraza con su progenitor.
Colombia desembarca ahora en una nueva era. “Bienvenidos a la democracia”, clamó a los guerrilleros el presidente, Juan Manuel Santos, el 26 de septiembre, después de firmar el acuerdo de paz con Timochenko. El máximo líder de las FARC, a quien desde ese día se le empezará a llamar también por su nombre civil, Rodrigo Londoño, pidió, por fin, perdón por el daño causado durante cinco décadas de guerra. Colombia silencia los fusiles y las bombas. También el ruido de los Kfir, que atronaron en medio del discurso de Timochenko. Perplejo ante un sonido familiar para un hombre de la guerra que acababa de rubricar su fin, resumió el nuevo camino que inicia el país: “Esta vez venían a saludar la paz y no a descargar bombas”.