En
Benín, un país donde las tasas de pobreza superan el 50%, la
distribución ilegal de combustible es una importante fuente de empleo y
también un lastre para el Estado, que deja de ingresar más de 200
millones de euros al año
En Benín, un país donde las tasas de pobreza superan el 50%, la distribución ilegal de combustible es una importante fuente de empleo y también un lastre para el Estado, que deja de ingresar más de 200 millones de euros al año
En Benín casi no existen gasolineras. La mayoría ha cerrado por no poder competir con los precios del combustible de contrabando que llega de Nigeria, el mayor productor de África, que hace frontera con la pequeña excolonia francesa. El país cuenta con una vasta red de tráfico ilegal que abastece a la población en todos los rincones, desde las grandes ciudades a los pequeños pueblos.
La periodista de la televisión nacional ORTB Abiath Oumarou asegura que desde hace cuatro décadas los contrabandistas de Benín, que se encuentra entre Togo y Nigeria y desemboca en el Golfo de Guinea, se lucran de este negocio irregular que emergió ante la necesidad de carburante en el país. “Antes de que yo naciera ya existía el contrabando de gasolina”, explica la reportera. “He crecido, he sido madre y todavía sigue habiendo tráfico de carburante. Está en todas partes”.
“Hay tan sólo una estación de servicio por cada 20.000 habitantes”, afirma el economista beninés Bio Soulé, del Laboratorio de Análisis Regional y Especialización Social (LARES. En las pocas gasolineras que hay, “el litro de carburante cuesta hasta 250 francos CFA más (0,38 euros) que en los puestos de la calle”, añade.
“Nosotros sabemos que nuestra actividad hace que la economía del país esté por los suelos”, afirma contundentemente Henri Assogba, jefe de los traficantes de los departamentos Atlántico y Litoral. Allí se encuentran las dos ciudades más importantes del país, Cotonou y Porto Novo, la capital. Bio Soulé lo confirma. “El Estado beninés deja de ingresar alrededor de 150.000 millones de francos CFA al año (unos 228 millones de euros), ya que no percibe impuestos directos ni indirectos del negocio ilegal de la gasolina”, puntualiza.
Los jefes del tráfico de gasolina han
alcanzado un gran poder en Benín. Oumarou cuenta que hay muchos
diputados en el Parlamento que están implicados en el contrabando de
carburante nigeriano. La periodista afirma que gracias a los grandes
traficantes la mayor parte de la población tiene trabajo y puede hacer
frente a la elevada tasa de pobreza, que superó en 2011 el 50%, según
datos del Banco Mundial (el país ocupa el puesto 166 de 187 en el Índice
de Desarrollo Humano). Además, los políticos se han rendido a sus pies.
Los contrabandistas financian las campañas electorales y suele ganar
quien cuenta con el apoyo de los grandes traficantes. Henri Assogba
explica que en 2006 impulsó una campaña a favor del entonces candidato
Yayi Boni, quien finalmente ganó los comicios. “Los contrabandistas
tenemos una gran popularidad y los políticos lo saben”, sentencia
Assogba, quien afirma poseer “una fuerza divina”.
Ante esta realidad, la policía se declara impotente y hace la vista gorda. “Muchas veces fingimos no ver nada. La solución es cerrar los ojos y dejar que actúen”, admite Brice Sourou, jefe de los gendarmes de los departamentos fronterizos de Ouémé y Plateau. Según Abitah Oumarou, el tráfico de gasolina nigeriana en Benín “es una realidad que ocurre ante los ojos de todos y las autoridades son cómplices”. Henri Assogba dice que existe una “gran hipocresía”. El contrabandista asegura: “Muchos políticos que aparecen en televisión amenazando con bloquear la actividad son los que después llenan los depósitos de sus vehículos en la calle de madrugada”.
La red contrabandista está muy extendida. Muchas mujeres, jóvenes —sean universitarios o analfabetos—, personas con alguna discapacidad física e incluso menores trabajan en esta actividad. El economista Bio Soulé afirma que las personas que se dedican al contrabando cobran más que un funcionario. “Sus ingresos mensuales superan los 50.000 francos CFA (76 euros), mientras que el salario mínimo en el país es inferior a los 35.000 francos (53 euros)”, corrobora. Ante esta realidad,el Gobierno se encuentra entre la espada y la pared. Cuando ha tratado de bloquear el tráfico ilegal de carburante nigeriano la población se ha sublevado. Tanto el economista Soulé como la periodista Oumarou coinciden en que la estabilidad de Benín depende, en gran parte, de este negocio.
PEDRO, EL JOVEN TRANSPORTISTA DE TOWÉ
Se llama Pièrre Leoto Olatoundji, pero prefiere que le llamen Pedro. Tiene 25 años y estudia idiomas —español e inglés— en el campus de Abomey-Calavi de la Universidad de Cotonou, la ciudad más poblada de Benín, con 924.000 habitantes según los últimos datos, de 2011. Allí vive en un pequeño apartamento que comparte con otros cuatro estudiantes, más o menos de su misma edad. Nada que ver con el hogar familiar construido con arcilla y paja y de suelo arenoso de su pueblo natal, Towé, una villa muy cercana a la frontera con Nigeria rodeada de campos de cacahuetes, palmeras y sinuosos caminos de tierra de color sangre. Al empezar sus estudios Pedro dejó el poblado y se trasladó a la gran ciudad.
En Cotonou echa de menos el campo, su pasión.
Desde la gran urbe cada día anhela que lleguen las mañanas de verano en
las que coge el arado y el machete, se los carga a la espalda y camina
hacia los terrenos agrícolas, propiedad de la familia, acompañado de su
padre, Jochoua, y sus ocho hermanos. Echa de menos los paseos y el olor a
naturaleza. En Towé el aire es fresco y la tierra rojiza y húmeda
contrasta con el verde intenso de las hojas de las palmas. Es un paisaje
antagónico al de Cotonou, donde el humo de las motocicletas y el ruido
de los coches impregnan con una atmósfera grisácea las calles de cemento
y asfalto de la gran ciudad.
Desde
hace tres años Pedro sólo regresa a Towé en verano, durante los dos
meses de vacaciones en la universidad. Vuelve a pisar el campo y a tocar
la tierra con las manos. Disfruta afilando el machete al amanecer y se
estremece con el chirriante ruido del metal. Los días se agotan sin
darse cuenta mientras corta a machetazos las malas hierbas que invaden
salvajemente la tierra de la noche a la mañana. Una vez abierto el nuevo
terreno de siembra traza armónicos surcos a golpes de arado. En estos
huecos es donde crecerá el cultivo, que supervisará día tras día. En el
campo no existe hora de acabar. Hay trabajo de sol a sol y tanto los
adultos como los pequeños pasan el día entre arados, hierbajos y
semillas, cultivando lo que les dará de comer.
Pero sólo con
esta actividad no es suficiente. Pedro y su familia no pueden vivir
únicamente de la agricultura. Su padre, Jochoua, tiene tres mujeres y
debe mantenerlas, tanto a ellas como a sus ocho criaturas. El joven
suele bromear diciendo: “La poligamia no ayuda a la caja”. El campo les
aporta la alimentación básica e incluso algunos beneficios por la venta
de parte de los frutos recolectados entre los vecinos. Pero la familia
necesita una fuente de ingresos más estable para hacer frente al resto
de gastos: medicamentos e higiene, ropa, agua y estudios,
principalmente.
Este segundo negocio es el tráfico de gasolina, la actividad más rentable a la que puede aspirar un beninés medio. Jochoua combina su dedicación en el campo con sus viajes a la frontera nigeriana, que se encuentra a dos horas de Towé, para abastecerse de combustible de contrabando. Pedro le ayuda casi a diario. Dependiendo de la cantidad de combustible demandada por sus clientes, Jochoua alarga o acorta la jornada de su hijo en el campo. El dinero, en mayúsculas, lo da el oro negro.
EL TRAYECTO DIARIO DE PEDRO Y JOCHOUA A NIGERIA
Pedro y Jochoua se despiertan hacia las cuatro de la mañana, cuando todavía no ha salido el sol, para cargar el coche con una treintena de bidones vacíos. Jochoua pudo comprar el automóvil —una pequeña y destartalada ranchera que lleva más de una década rodando sobre caminos sin asfaltar— después de seis años ahorrando parte del dinero de sus viajes en búsqueda de gasolina. Empezó yendo a la frontera en bicicleta y remontaba los senderos cargado de bidones atados al vehículo de dos ruedas en jornadas que recuerda agotadoras. El poco dinero que reunió durante los dos primeros años le permitió comprar una motocicleta de 100 centímetros cúbicos, muy similar a la que ahora utiliza Pedro para repartir los bidones entre los clientes. Desde que tienen coche el negocio les va mucho mejor: pueden cargar con el triple de depósitos en cada viaje a la estación nigeriana.
Con el vehículo a rebosar de bidones vacíos, padre e hijo penetran en la oscuridad de los laberínticos senderos que llegan a Nigeria. Los transportistas con experiencia, como Jochoua, son de los pocos benineses que se orientan en los caminos selváticos de tierra que atraviesan la frontera. Los dos faros descubren los surcos y los charcos de la vía fangosa que los lleva serpenteando hasta la estación del país vecino. Ambos saben que deben llegar a Nigeria antes de que salga el sol si no quieren encontrarse con los gendarmes del control aduanero y evitar el pago de multas, que suelen oscilar entre las 10.000 y las 20.000 nairas (entre 46 y 92 euros). A menudo Pedro recuerda aquel día, dos años atrás, en que la policía les arrestó cuando volvían de la estación nigeriana con el coche cargado de bidones. Aunque no hay peligro de ser detenido, si se topan con los agentes, la jornada laboral no les sale a cuenta. Ese día la policía se limitó a decomisarles el vehículo y les puso una multa por el valor del precio de todo el carburante que transportaban. Entonces fueron 15.000 nairas (69 euros). En otras ocasiones los agentes se llevan toda la mercancía a cambio de una sanción mucho más económica, casi simbólica, de 1.000 nairas (unos cinco euros). Pero ese día no fue el caso.
Una vez en Nigeria, Pedro y Jochoua se dirigen a la gasolinera más cercana a la frontera. Decenas de transportistas benineses hacen cola en la estación para llenar sus depósitos de carburante. Los que más madrugan parten los primeros con la mercancía y tienen menos probabilidades de toparse con los agentes de la aduana. Al llegar su turno, llena los recipientes con unos 15 o 20 litros en cada uno. Mientras, su padre cuenta los billetes para pagar la mercancía al empleado de la estación, Emmanuel, un joven beninés de 25 años que tiene la apariencia de un chaval de 18. Emmanuel decidió dejar el negocio familiar de venta de aceite de palma, uno de los productos agrícolas más comunes en Benín, para dedicarse al comercio de gasolina en la estación. El sueldo en Nigeria triplica al que percibía meses atrás como vendedor de aceite. La reconversión al negocio del combustible es una realidad muy común entre los benineses.
Jochoua
saca un fajo de billetes de unos cinco centímetros de grosor y se los
entrega a Emmanuel contándolos uno a uno. Con estos en mano y los brazos
alzados a la altura de la vista, Emmanuel vuelve a contar el dinero con
ese aire de superioridad que caracteriza al nuevo rico. Al acabar el
recuento, alza la vista por encima de sus gafas y espeta con tono
solemne: “Je veux devenir le Président de la République du Bénin”
[“Quiero llegar a ser el Presidente de la República de Benín”]. Y lanza
una carcajada. Mientras, su hijo ya ha cargado el vehículo con los
bidones llenos, ha cerrado la puerta del maletero y espera a su padre en
el asiento del copiloto. El olor a combustible impregna el ambiente.
Durante el camino han tenido suerte y no se han topado con las autoridades. En un par de horas están en Towé. El cielo ha empezado a aclararse. Los siete hermanos menores de Pedro les ayudan a descargar los bidones y los disponen a lo largo de una de las fachadas laterales de la casa. Los guardan lejos de la hoguera donde las esposas de Jochoua han cocinado para evitar accidentes. Las tres mujeres han preparado un copioso almuerzo para Jochoua y su hijo a base de puré de arroz, café con medio vaso de leche condensada y unos buñuelos de maíz fritos con aceite de palma. Padre e hijo se deleitan con el primer bocado del día y planifican el resto de la jornada. Jochoua se quedará en Towé para supervisar los cultivos de cacahuetes mientras Pedro pasará el día repartiendo los bidones entre los clientes de los pueblos vecinos.
EL REPARTO DE BIDONES EN ONIGBOLO
Sin demorarse demasiado, Pedro carga la motocicleta que utiliza para el reparto con seis bidones y los ata bien al vehículo con unas gomas elásticas que resisten al peso de la mercancía. En dos años ha aprendido esta rutina y la lleva a cabo con notable maña. Se apresura a arrancar el vehículo y conduce en dirección al camino que comunica con el pueblo más cercano. A lo largo del día tendrá que entregar la mercancía a los distintos clientes y calcula que lo hará en cuatro o cinco viajes. Los caminos están enfangados a causa de las lluvias de los últimos días y tendrá que ir con más cuidado al volante y reducir la velocidad. Sabe que la jornada se alargará más de la cuenta.
Pedro
sueña un día ser su propio jefe. Con el dinero que ahorre ayudando a su
padre montará un negocio. Será un gran terrateniente y dará empleo a
los aldeanos de Towé. Plantará anacardos, cacahuetes y maíz y tendrá a
su cargo a centenares de personas que trabajarán por sueldos dignos. No
seguirá traficando. Al menos no de este modo. Como complemento a
su actividad en el campo, abrirá una estación de servicio oficial donde
la gasolina será tan barata como en Nigeria. No tendrá a su cargo
motoristas que transporten bidones y corran riesgos de sufrir
accidentes. Contratará a varios trabajadores —planea dar empleo a sus
amigos— que llenen los depósitos de los vehículos de sus clientes. Nada
de cargar bidones para el contrabando. Todo el dinero será para él y sus
empleados, que también serán sus socios. Pero para llegar a la cima
sabe que le queda mucho camino. Debe esforzarse, trabajar duro y no
abandonar sus metas. Con las manos en el manillar de su moto observa los
campos que desembocan en el sinuoso sendero que le lleva a Onigbolo.
Sabe que un día todas esas tierras serán suyas. Mira hacia el frente, se
endereza y aprieta fuerte para dar más gas. De momento, sigue con el
reparto.
La
primera entrega corresponde a una mujer de Onigbolo que tiene un puesto
de venta al lado de la carretera que une Kétou y Pobé, dos localidades
del departamento de Plateau. A lo largo de la vía las paradas están
dispuestas a unos metros las unas de las otras. Son puestos sencillos
que están compuestos por una pequeña mesa de madera donde se alinean los
recipientes y una pizarra con el precio del litro de gasolina escrito
con tiza. La vendedora vierte el combustible de los dos bidones en
varias botellas de cristal de distintos tamaños con la ayuda de un gran
embudo. Las hay de cinco litros, de dos y de uno —las más pequeñas son
botellas de bebidas alcohólicas recicladas—. Le entrega el dinero a
Pedro, que se lleva una comisión por el transporte desde Nigeria. Las
personas que se dedican a la venta de combustible en la calle son
mujeres, aunque también hay niños y niñas. Los hombres son
transportistas.
Pedro repite esta rutina una docena de veces durante la jornada, hasta que cae la noche. Agotado, pero orgulloso de su esfuerzo, vuelve a casa y supervisa las ventas con su padre. El día ha sido bastante productivo: han ganado unas 10.000 CFA (15 euros). Del total del dinero Jochoua reserva aproximadamente una cuarta parte que servirá para pagar a la policía y a su patrón en Kétou, Leon Edoun, a finales de semana. Para que el negocio les sea rentable calculan que deben ganar, como mínimo, 80.000 francos CFA a la semana (unos 120 euros).
Después de repasar las cuentas, Pedro se ducha,
se cambia la ropa y se sienta en una banqueta de madera en el recibidor
de la casa. Saca una caja de cerillas y una pequeña lámpara del cajón de
una mesita. Prende fuego a la cuerda bañada en gasolina de la
lamparilla y saca una libreta de una bolsa que está en el suelo. Son los
apuntes de la asignatura de lengua castellana. Empieza a escribir y al
cabo de un par de minutos se detiene y, pensativo, se gira y pregunta: “Comment s’appelle essence en espagnol?” [“¿Cómo se dice essence en español?”].
LOS JEFES DEL TRÁFICO DE GASOLINA EN KÉTOU
Al
día siguiente Pedro y su padre acaban la jornada al mediodía. Deben
estar en Kétou a las tres de la tarde para asistir a la fiesta del
coordinador de los traficantes de esta localidad del departamento de
Plateau, Monsieur Fakeye. Todo el mundo se inclina al paso de Guy
Fakeye. La mayoría le hace reverencias y algunos le besan la mano cuando
él decide estrechársela. Es un hombre robusto, con paso seguro y una
sonrisa perenne. Tiene la expresión de quien sabe que todos están a sus
pies. Lleva una túnica de color malva con cenefas doradas y un sombrero
de tela brillante del mismo color.
Fakeye se adentra en la calle donde decenas de aldeanos de Kétou han dispuesto todo para su ceremonia. Es el funeral de su madre y todo el pueblo está invitado. Es un baile de bandejas llenas a rebosar de comida y bebidas alcohólicas para todos los gustos; un vaivén de carnes, pescados, fideos, arroz, verduras, huevos, Martini, Campari, Béninoise —la cerveza más popular en Benín— y litros de vino. Grupos de mujeres y niños bailan al ritmo de los tambores y todos sonríen. Al fondo, una vaca se quema sobre una decena de neumáticos. Fakeye admite, orgulloso, que le ha costado 70.000 francos CFA (unos 100 euros). Una fortuna para cualquier beninés.
Después de saludar a las decenas de
aldeanos agrupados en distintas mesas —mujeres a un lado y hombres al
otro—, Fakeye se dirige a la zona presidencial de la ceremonia, donde le
espera un grupo de 20 hombres con túnicas y sombreros de similares
características a su vestimenta. Son los patrones de los transportistas
de los pueblos que dependen de su dominio. Leon Edoun, el jefe de Pedro y
Jochoua, es uno de ellos. Entre todos controlan los dos centenares de
empleados en la zona y cada semana se reúnen para acordar el precio del
litro de gasolina en la calle. Están muy bien organizados. Cada
transportista conoce ante quién debe responder y si tiene algún problema
con la policía, sabe que una llamada de Guy Fakeye lo va a solucionar.
Como ellos dicen, son una gran familia.
Guy Fakeye está orgulloso de su trabajo. Cada día al volver a casa le esperan su mujer y sus tres hijos. Sabe que si no fuera por el tráfico ilegal de gasolina no les podría mantener. Quizás con el tiempo, cuando sus hijos crezcan, podrá pagarles los estudios en la universidad. Es lo que más anhela en el mundo: que lleguen a ser ministros, ingenieros, arquitectos. Pero sabe que solo hay un modo de hacerlo ante las escasas alternativas laborales en Benín. El empleo en el país se reduce al trabajo en el campo, que ocupa al 48% de la población y supone el 35% del PIB nacional, según datos del INSAE. De todos modos, casi el 54% de los benineses vive con menos de un dólar al día y la tasa de desempleo ha llegado al 30%. A muchos benineses la única opción que les queda es vender gasolina.
En Kétou
no hay ninguna estación de servicio. Guy Fakeye es quien tiene la
solución. Gracias a él, el combustible llega a todos los rincones de la
región y los aldeanos tienen trabajo —muchos hombres se dedican al
transporte y las mujeres venden la gasolina en la calle—. Quien quiera
introducirse en esta actividad sabe que debe dirigirse a Guy Fakeye. Él
le proporcionará capital para comprar producto y todos los medios
necesarios para empezar.
Con un brindis, Guy Fakeye se despide de la comitiva. Debe trasladarse a otro evento que se está celebrando a pocos kilómetros de Kétou. Él y una decena de traficantes se ensillan en sus modernas motocicletas —en Kétou los patrones usan Scooters, a diferencia de los transportistas, que utilizan motos de 100 centímetros cúbicos— y se dirigen a la otra ceremonia. Es la celebración del funeral del ministro de Cultura.