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Aquí se cocina el futuro de la gastronomía española

Lucía Freitas en las cocinas de A Tafona, en Santiago.

NUNCA SE ha comido tan bien como ahora en España. Nunca ha existido tal diversidad de restaurantes para todos los bolsillos —en 2017, 412 establecimientos formaron parte de la guía Michelin de buenas mesas a menos de 35 euros—. Nunca ha habido propuestas gastronómicas tan interesantes repartidas por toda la geografía nacional. Una efervescencia que se nutre de una combinación de razones: el repunte de la economía, profesionales con una formación sólida, el auge del turismo y el prestigio de la gastronomía española. “Alicante, Málaga, Galicia, Asturias, Girona, Mallorca, Madrid… Hay un ambientazo”, exclama José Carlos Capel, presidente de Madrid Fusión y crítico gastronómico de El País. “Nos encontramos ante una cuarta generación de chefs muy jóvenes que están dándose a conocer con una cocina que reivindica la materia prima y la tradición puesta al día”.

Nunca se ha comido tan bien como ahora. Nunca ha existido tal cantidad y calidad de propuestas repartidas por toda España.

Los lomos de merluza limpios —solo vale de pincho, del día y de bajura— se enharinan, se soplan con un secador y se bañan en huevo ecológico campero muy poco batido y recién abierto. Se calienta el aceite de arbequina a 160 grados y se dora el pescado por ambas caras. Luego se pasa a un aceite de oliva suave a 120 grados para que comience a confitar sin que se desprenda el rebozado. Al cabo de unos minutos, a un aceite de girasol a 80 grados para terminar de confitar. Al sacarlo, se coloca sobre un papel absorbente. Miguel Cobo ha invertido años en perfeccionar esta receta clásica de la cocina española. En 2007, su familia reabrió el hotel El Vallés en Briviesca (Burgos) y le puso al frente del restaurante, legendario por su merluza rebozada. “Se cuenta que los dueños paraban los camiones que bajaban de Ondarroa por la N-1 hacia Madrid y compraban el pescado directamente del camión”, explica Cobo. “Existían mitos como que la metían en leche. Pero Floren, uno de los cocineros que vivió esa época de grandeza que yo quería devolver, me contó paso a paso cómo la elaboraban. Ahí empezó mi obsesión con la merluza”. Esa receta atemporal y sencilla, al menos en apariencia, representa uno de sus platos más emblemáticos de este chef cántabro que, tras pasar por el programa Top Chef, en mayo de 2015 abrió en Burgos su propio restaurante, Cobo Vintage. “Estamos volviendo al terruño. Mi cocina es la tradición burgalesa con la influencia marina de Cantabria”, relata entre el trasiego de proveedores —pan, huevos, algas— que entran y salen de su establecimiento. Hiperactivo confeso e indisimuladamente ambicioso, ya busca un local más grande en la ciudad castellana. “Quiero un lugar con dos espacios diferenciados: uno donde pueda mostrar mi base de tradición, porque hacemos unas albóndigas, alubias guisadas, carrillera o pescados al horno de cine, y otro donde pueda experimentar y evolucionar los platos clásicos. No quiero renunciar a nada: quiero servir cocido y también poner mis hojitas”.

Lucía Freitas en la cocina de A Tafona, y su postre La Vie en Rose. / SOFÍA MORO

La sombra de la tecnococina de Ferran Adrià es alargada y su espíritu sigue preente en las mesas de restaurantes como Disfrutar en Barcelona, liderado por tres excocineros de elBulli, Mateu Casañas, Oriol Castro y Eduard Xatruch, o Mugaritz, de Andoni Luis Aduriz. Pero, según Capel, asistimos a un cambio de ciclo. “Antes la técnica daba lugar a un plato. La esferificación es un buen ejemplo. Ahora en cambio la técnica se esconde y se potencia la despensa”. Coincide Joxe Mari Aizega, director general del Basque Culinary Center, de San Sebastián: “En realidad, el producto siempre ha sido clave, pero antes la narrativa era distinta: se ponía el acento en las técnicas, pero la materia prima de alta calidad siempre ha estado ahí. Los cocineros son los guardianes del buen producto. Sencillamente, ahora hay una mayor sensibilidad hacia la tradición, la cultura y el territorio que años atrás. Respeto y evolución deben convivir para que los nuevos chefs sean capaces de realizar sus interpretaciones con libertad”.

Tomates de la huerta, bonito de Burela e higo. Un plato que prepara Lucia Freitas.

Precisamente eso es lo que hace Víctor Membibre en el restaurante de su familia en Madrid: renovar el recetario de su padre. De pequeño, le encantaba verlo entre fogones ataviado con la impoluta chaquetilla blanca. Sin embargo, desde que hace año y medio capitanea Membibre él solo se pone el uniforme para las fotos. Prefiere trabajar con camiseta negra y delantal de Ikea en una cocina en la que suena en bucle reggaeton y Guns N’ Roses. A sus 23 años le precede la fama de chef revelación de la temporada. Mientras enciende las luces de un comedor desierto por descanso del personal, resume: “Aquí siempre estaba todo rico. No era cocina innovadora ni nada de eso. Era rica”. Él ha actualizado la carta que dio fama a este establecimiento del barrio madrileño de Argüelles fundado por sus abuelos en 1968. Pero insiste en que lo suyo no puede calificarse de revolución. “Mi padre ya hacía cocina de temporada. Los clientes de toda la vida de mi abuelo y mi padre están encantados. En realidad, el cambio no ha sido tan heavy. No hago una cocina moderna”. Borda el pichón, el pez San Pedro y la liebre a la Mont Royal, lo que, advierte, no significa que siempre estén disponibles. “Todos los días se cambian tres platos de la carta. Cocinamos con lo que venga del mercado. Si una semana no hay San Pedro sino mero, toca cambiar la receta. Hay que improvisar continuamente. Este año solo ha habido boletus español 15 días y solo los hemos tenido 15 días en carta. No voy a ir a buscar boletus rumanos porque no huelen a nada”, justifica.

Víctor Membibre en la cocina de Membibre, y uno de sus platos: salmón marinado con salsa jade y raifort. / SOFÍA MORO
Nunca se ha comido tan bien como ahora. Nunca ha existido tal cantidad y calidad de propuestas repartidas por toda España.

En 2004, 12 chefs, liderados por los daneses Claus Meyer y René Redzepi, rubricaron el manifiesto de la nueva cocina nórdica. Se comprometían a cocinar platos inspirados en la tradición elaborados con ingredientes locales y de temporada. En su interpretación más radical, hubo quienes desterraron el aceite de oliva, el foie-gras, los limones o los tomates y se ciñeron obsesivamente a la despensa estrictamente escandinava. Ese manifiesto fue el germen de un fenómeno doble: puso de moda los restaurantes nórdicos en todo el mundo y la primera piedra de un movimiento culinario global con la materia prima de cercanía como bandera.

Víctor Membibre junto a Jerónimo, su frutero

Para la gallega Lucía Freitas, trabajar con todo aquello que brinda la tierra en la que vives era una cuestión de lógica. Su restaurante, A Tafona, se encuentra a tan solo unos pasos del Mercado de Abastos de Santiago. Allí empieza su jornada a las nueve de la mañana. “Tengo la suerte de tener como despensa una plaza tan rica como esta. Es esencial tender la mano a los productores locales”. Ella también tiene una huerta —que custodia su padre, ahora jubilado— a las afueras de la ciudad donde cultiva hierbas aromáticas, tomates o guisantes. “Me emociona servir miniberenjenas que apenas dos horas antes estaban en la mata o emplatar un tomate recién cogido y aún caliente por el sol”.

Nagore Irazuegi, en su casa de comidas y vermutería Arima Basque Gastronomy Madrid. / SOFÍA MORO
“Hay una mayor sensibilidad hacia la tradición, la cultura y el territorio que años atrás, cuando se hacía hincapié en la técnica”.

Ese apego por los productos de kilómetro cero que identifica a los nuevos cocineros es justo y necesario, subraya Joxe Mari Aizega. “El chef debe valorar los productos de su país. Los nórdicos llevan ya tiempo poniendo en valor los suyos, en Latinoamérica también están inmersos en este proceso y aquí tenemos una despensa amplia, de alta calidad y un desarrollo agroalimentario cada vez más importante. El reto está en seguir divulgando el producto auténtico de nuestro entorno, para así mantener el tejido y la biodiversidad. La industria está más volcada en la eficiencia y la rentabilidad”.

María José Martínez, en la cocina de Lienzo.

Fue el crítico gastronómico valenciano Antonio Vergara quien descubrió el rémol a la chef murciana María José Martínez. Al ver que en la carta de Lienzo, restaurante que gobierna en Valencia junto a su pareja, Juan José Soria — él es director de sala—, tenían rodaballo salvaje, les habló de ese primo menos ilustre del rey del mar. “Desde entonces nos olvidamos de él porque hoy en día casi todo viene de piscifactoría. El rémol no es tan caro como el rodaballo salvaje, es del Mediterráneo y es más auténtico”. En su receta, lo acompaña de crema de espinacas y almejas de Carril. “Soy cocinera y tengo claro que parte de mi trabajo consiste en escuchar con atención a expertos y proveedores. Ellos conocen mejor que yo la riqueza de nuestro entorno”.

El plato donde sirve sus creaciones María José Martínez.
La gastronomía es una de las razones que alegan los viajeros para elegir destino. Se buscan experiencias novedosas y auténticas.

España espera cerrar el año con una nueva cifra récord de turistas internacionales: 80 millones, y, según la Organización Mundial del Turismo, la gastronomía es una de las poderosas razones que alegan los viajeros para visitar un determinado destino. Además, el apetito de experiencias gastronómicas novedosas y auténticas está propiciando que lugares fuera del circuito convencional atraigan a foodies curiosos. Los feroeses todavía no salen de su asombro: escandinavos, británicos, estadounidenses o japoneses aterrizan en el aeropuerto de Vágar con el principal objetivo de probar la renovada cocina tradicional —langostinos ahumados, cordero fermentado, erizo de mar con tallos de perejil— del chef de 26 años Poul Andrias Ziska en Koks, que desde febrero de este año presume de estrella Michelin. Y si hay quienes toman un vuelo transoceánico para comer en este remoto archipiélago a medio camino entre Islandia y Noruega, ¿cómo no desviarse tan solo unos cientos de kilómetros para degustar la ostra con encurtidos jienenses de Jesús Moral en la Taberna de Miguel, en Bailén, o los garbanzos con boletus de Elena Lucas en su restaurante micológico La Lobita, en Navaleno (Soria)?

Miguel Cobo, en la cocina de su restaurante. Y chipirón a la brasa con salsa diabla, algas de tierra y puré de hierbas. / SOFÍA MORO

Nagore Irazuegi no habla de autenticidad sino de verdad. Es, dice, lo que define la cocina vasca tradicional —gildas, morcilla de Beasain con pimientos de piquillo, chuleta de vaca, calamares en su tinta— de su casa de comidas Arima Basque Gastronomy. “Yo buscaba traer a Madrid los maravillosos productos de las huertas de caseríos que he conocido desde mi infancia”, explica con entusiasmo. “Además, me empeño en hacer una labor de pedagogía: si en Arima servimos espárragos de tamaño mediano porque los grandes tienen mucha hebra y se pierde el sabor, quiero que mi cliente lo sepa para que aprendan a valorar una materia prima que yo venero”.

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