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Punto de Observación
Columna
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El muy privado cuerpo humano

La gestación subrogada plantea una cuestión: ¿tiene el individuo derecho de propiedad sobre su organismo?

Soledad Gallego-Díaz
Mujeres que han cedido su cuerpo para gestar el hijo de otra pareja, en un centro de India.
Mujeres que han cedido su cuerpo para gestar el hijo de otra pareja, en un centro de India.Mansi Thapliyal (Reuters)

El debate que se quiere instalar sobre el llamado alquiler de vientres o gestación subrogada podría ser una buena ocasión para plantear la cuestión subyacente: ¿se puede comercializar el cuerpo humano o alguna de sus partes? ¿Tiene el individuo derechos de propiedad privada sobre su cuerpo? Es verdad que quienes defienden el alquiler de vientres de mujeres aseguran que deberá tratarse siempre de contratos en los que se establezca el espíritu altruista, de manera que no medie más dinero que aquel utilizado en el bienestar de la mujer gestante. Aunque nunca está muy claro en qué consiste ese bienestar, porque habrá mujeres que, por ejemplo, crean que van a necesitar apoyo psicológico posterior y que reciban, como parece lógico, ciertas cantidades de dinero para poder pagar ese servicio cuando ellas lo consideren oportuno. Otras, quizás, para obtener el bienestar mental necesario para llevar a término el embarazo, no necesiten un psicólogo sino saber que su marido tiene un trabajo o que ha podido comprar un rickshaw.

Sobre la creación de “bioeconomías reproductivas” ya existen en España interesantes trabajos, centrados hasta ahora, fundamentalmente, en el mercado de óvulos para la fecundación in vitro, como la tesis defendida recientemente en la Universidad Complutense y el CSIC por la joven investigadora Sara Lafuente Funes. De cada 10 bebés nacidos por fecundación in vitro realizada en las clínicas privadas de España, cuatro son posibles gracias a óvulos donados de manera “altruista”. Es decir, mediante el pago de aproximadamente 1.000 euros a la joven por hormonarse para poder facilitar entre ocho y 12 óvulos en cada operación, medicación sobre la que muchos ginecólogos no parecen estar de acuerdo. A propósito, ¿no sería aconsejable que se prohibiera colgar, como sucede en muchas facultades españolas, carteles incitando a las universitarias a “donar” sus óvulos (y de paso, aunque esto es observación propia, pagar la matrícula o el alquiler del apartamento)?

Hay bastante unanimidad entre los expertos sobre la existencia de un mercado de óvulos, con todas las características propias de un espacio de compra-venta y comercialización. España es, de hecho, un país de “turismo reproductivo”, adonde viajan parejas de muchas partes del mundo que necesitan utilizar esas técnicas y a las que se ofrece un mercado privado seguro, eficaz y relativamente barato.

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¿Es el cuerpo humano una propiedad privada? No parece que pueda considerarse en esos términos. Cuando las mujeres reclaman “mi cuerpo es mío”, “mi útero es mío”, a lo que se refieren es a que quieren tener plena autonomía sobre su cuerpo, como cualquier otro ser humano. No debe ser fácil encontrar feministas que opinen que su cuerpo es una mercancía, sometido al mismo régimen de propiedad que otros objetos, comercializable por contrato mercantil.

La cuestión es determinar si el cuerpo humano, y sus partes, puede, en cuanto tal, dar origen, mediante su comercialización, a ganancias financieras. Si así fuera, habría que aceptar que el comercio con el cuerpo humano reflejara inevitablemente el “normal” intercambio desigual que rige entre regiones desarrolladas y subdesarrolladas del mundo.

Hasta ahora, el valor del cuerpo humano no se ha asociado al mercado (salvo el pelo). El derecho internacional prohíbe el comercio de órganos, aunque no sean vitales, y solo se autoriza la donación entre vivos en algunos casos muy específicos y mediante un sistema público, como la muy alabada Organización Nacional de Trasplantes española, en la que el Estado garantiza la no comercialización.

¿El cuerpo es mío? En el sentido de que tengo plena autonomía para, si lo deseo, cortarme un dedo, sí. Lo que debería impedirme la sociedad es venderlo. ¿O vamos a introducir las peores reglas de la globalización en la bioeconomía reproductiva?

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