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Donde el ébola quebró el horizonte

El jefe de Enfermedades Tropicales del Ramón y Cajal pasó dos meses en Sierra Leona, un país arrasado por la epidemia

Pablo Linde
Rogelio López-Vélez atiende a una niña en el hospital de Mabesseneh, Lunsar (Sierra Leona)
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“En un país donde algo tan frecuente como romperse un hueso supone casi siempre una discapacidad permanente, la vida se percibe como algo frágil. El horizonte está quebrado”. Al regresar de Sierra Leona, el médico Rogelio López-Vélez cuenta sus sensaciones, cómo ha cambiado el país en las más de dos décadas que pasaron desde su última visita, con una larga guerra civil y una terrible epidemia de ébola de por medio.

Hace unos meses decidió cogerse unas vacaciones en su puesto al mando de la Unidad de Referencia Nacional para Enfermedades Tropicales en el Hospital Universitario Ramón y Cajal de Madrid (que fundó hace 28 años), remangarse la bata y pasar dos meses viendo pacientes, prácticamente a destajo, en un pequeño hospital de San Juan de Dios en la aldea de Mabesseneh (Lunsar). Lo hizo por varias razones. Seguramente la principal es su forma de entender la medicina y la fascinación que sintió por la rama tropical desde que estuvo becado para estudiar en Montreal. También porque allí, en Sierra Leona, vivió su primera experiencia sobre el terreno, pasó sus primeros años como especialista en enfermedades tropicales y, tras haber hecho más tarde incursiones en Liberia, Kenia, Etiopía o Ghana, quería regresar para echar una mano en “una situación crítica”. Confiesa que tenía la espina clavada tras la crisis de ébola: “Me quedé con la sensación de que algo podía haber hecho”.

Lo que describe es, por un lado, prácticamente una pérdida de la noción del tiempo. “Una experiencia muy intensa”, repite varias veces cuando trata de trasladar lo que vivió allí. Se levantaba a las seis de la mañana y, tras desayunar, acudía al hospital o a hacer visitas a domicilio pedaleando en el único lujo que pidió al llegar: una bicicleta. Dos ruedas sobre las que pasaba horas al día yendo de una aldea a otra. Por otro lado, narra la total devastación de un país que ya era muy frágil antes de la epidemia de ébola y que permanece completamente traumatizado nueve meses después del último caso reportado.

En el hospital donde trabajó, el mismo donde se infectó mortalmente de ébola el misionero español Manuel García Viejo, notaba cómo todavía la gente tenía miedo a acudir a un centro sanitario cuando sentía síntomas febriles. Por temor al aislamiento de 21 días al que eran sometidos, hubo numerosos casos de personas que preferían no alertar a nadie y, a la postre, aunque no estaban infectados de ébola, morían por complicaciones en patologías tratables, como la malaria.

Es el mal endémico de la zona. En un país con 6,4 millones de habitantes, se reportaron en 2014 más de 1,3 millones de casos de paludismo y casi 3.000 muertes, según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Es una enfermedad que se ceba especialmente con los niños, que eran abrumadora mayoría entre los pacientes que López-Vélez atendió. “Son, además, casos agónicos, porque no les llevan al hospital hasta el último momento. Es frecuente que antes prueben con remedios naturales, brujos, curanderos… O que compren pastillas de no se sabe bien qué a algunos que van vendiéndolas por las aldeas”, relata.

No es raro encontrar la muerte por una superstición mezclada con falta de recursos: ni la atención sanitaria ni los medicamentos son gratis en Sierra Leona. Algo que se mezcla con una generalizada miseria que tiene a más de la mitad de la población viviendo con menos de 1,9 dólares al día. “Todo esto hace que ver muertes de niños sea algo muy frecuente allí”, apunta el médico.

Pero esta tragedia es contrarrestada por las muchas, muchísimas historias felices. “Los hay que salen adelante tras situaciones en las que en un hospital europeo entrarían directamente en la UCI. He visto a críos recuperarse cuando tenían niveles de hemoglobina de dos [un indicador que en un bebé debe estar aproximadamente entre 9,5 y 13]. Allí son tratados casi sin medios; prácticamente con suero, transfusiones de sangre, oxígeno y antimaláricos se tratan la mayoría de los casos”.

Pero ni esto es sencillo de conseguir en un país como Sierra Leona. No cuenta con bancos de sangre y, para conseguirla, hay que recurrir a los familiares. Y aquí se topan de nuevo con problemas de diversa índole. Primero, los culturales, ya que en la zona predomina una visión espiritual del líquido que fluye por las arterias y no es sencillo que la gente lo done sin reticencias. Por otro, los problemas endémicos de salud: a menudo los potenciales donantes padecen enfermedades infecciosas como VIH o sífilis que les hacen no ser aptos para la transfusión.

Todo esto sucede en un lugar privilegiado. Dentro de la absoluta falta de medios, el hospital funciona gracias a la ayuda externa del programa Apadrina Hospital San Juan de Dios de Barcelona. Un lujo para una zona rural como esta, que en otras circunstancias no se puede permitir ni un médico a una distancia razonable.

Es, sin embargo, un consuelo insuficiente para aquellos que no ven horizonte en sus vidas. Es, al menos, lo que vivió Rogelio López-Vélez: "Ves a los jóvenes sentados, sin hacer nada. No tienen futuro y solo piensan en ir a Europa, donde creen que pueden ganar 600 euros al mes y tener una vida mejor".

Sobre la firma

Pablo Linde
Escribe en EL PAÍS desde 2007 y está especializado en temas sanitarios y de salud. Ha cubierto la pandemia del coronavirus, escrito dos libros y ganado algunos premios en su área. Antes se dedicó varios años al periodismo local en Andalucía.

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