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Lucia Berlin no era políticamente correcta. Y no era New Age. Nunca me habló de “recuperación” o de “karma”. Nunca hablamos de los 12 Pasos. Se sobrentendía: ya no bebía. No hacía falta hablarlo. Especialmente cuando podía escribir sobre ello. En sus relatos, poblados por alcohólicos y adictos, retratados con empatía, repugnancia y despiadado ingenio, resuenan las devastadoras experiencias de su propia vida. Había pasado del aislamiento a la abundancia a la desintoxicación y vuelta a empezar, y Boulder, Colorado —inundado de fisioterapeutas, atletas de alto rendimiento y veganos— era un lugar extraño en el que acabar para alguien como ella. Pero pasó allí buena parte de la última década de su vida. Primero en una típica casa de madera victoriana bajo las rocas rojas de Dakota Ridge; y después, cuando la enfermedad casi la dejó en la ruina, en un parque de caravanas, a las afueras de la prístina ciudad. Las noticias sobre la caravana me deprimieron hasta que conseguí visitarla y la encontré a sus anchas en medio de las cochambrosas casas de metal. Es probable que Lucia se hubiese sentido más cómoda viendo a un toro sangrar en una plaza de Ciudad de México, o metida en un corro de borrachines en Oakland, de lo que jamás se sintió en su primera casa en el lujoso barrio de Mapleton Hill. Pero fue allí donde estuvimos casi todo el tiempo que pasamos juntas. Normalmente, sentadas en su cocina… Por ELIZABETH GEORGHEAN (escritora estadounidense amiga de Berlin)
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