Esto es lo que pasará si seguimos enganchados 24 horas al 'smartphone'
¿Viviremos en un futuro absorbidos por teléfonos más inteligentes que nosotros? ¿O acabaremos viendo esta adicción como algo vulgar?
El día que yo me muera (si es que tal cosa ocurre) veré imágenes de mis seres queridos pasar por mi cabeza. Pero no serán imágenes de aquellas vacaciones en la playa, con el cuerpo perlado de sal, ni de las comidas familiares los domingos, ni del festival aquel en el que perdimos la cabeza. Serán imágenes de todos ellos abismados sobre el móvil, la espalda curva, absorbidos en el agujero negro de la pantalla táctil, que es como les veo la mayoría de las veces, surcando el Facebook, poniendo un tuit, respondiendo un mail de trabajo (es urgente), mirando a ver quién ha llamado. Están aquí, pero están en otra parte. Cuando mis seres queridos me hablan yo no me entero porque estoy en Twitter enmendándole la plana a un concejal random. Cuando yo les hablo ellos se están haciendo un selfi en contrapicado para partir la pana en Instagram. Y así se nos va pasando la vida, mientras la web se carga.
Cuando yo les hablo ellos se están haciendo un selfi en contrapicado para partir la pana en Instagram...
No quiero parecer monjil, como un columnista cascarrabias, quejándome de las cosas de la vida moderna: quien esté libre de pecado que tire el primer smartphone. Pero sí que he de reseñar, por el bien público, la alucinante metamorfosis que la vida online ha producido en mi cabeza. Ya lo anunció hace años Nicholas Carr, aquel profesor de literatura que era incapaz de leer más de dos páginas seguidas de una novela sin que se le fuese el santo al cielo, hasta que se vio obligado a cerrar sus redes sociales, que habían triturado con su capacidad de atención. Lo contó en un libro: Superficiales, qué hace Internet con nuestras mentes (Taurus).
A mí me pasa parecido: si antes mi mente era una apisonadora lógica perfecta, una máquina de deshacer entuertos, capaz de concentrarse en mitad de una trinchera de la Primera Guerra Mundial, llamada a cambiar el mundo, ahora lo que tengo dentro del cráneo es una jaula de mariposas, o una triste papilla de neuronas. Un poema de John Ashbery. Leer una novela me parece una aventura decimonónica, las obras de teatro me las tiene que explicar mi acompañante porque yo estoy pensando en la lista de la compra y ni siquiera los más trepidantes cliffhangers de las series del momento logran atrapar mi atención. Es como si mi mente se estuviera disolviendo en carne picada. Como si estuviera perdiendo contacto con el mundo, iniciando un viaje solipsista hacia el interior de mi propio mecanismo, ocupado en otras cosas, a mi bola.
Luego pasa lo que pasa: va uno saltando de obsesión en obsesión y acaba dándoles vueltas a la finitud del ser humano y la inmensidad del océano cósmico. Al final: ingestión de ansiolíticos y adicción a las app de mindfulness. (Nota: durante el tiempo que he tardado en escribir estas líneas he pasado tres veces por Facebook, dos por Twitter, he estado pensado en amigos del colegio en los que hace 23 años que no pensaba, y he seguido un buen rato el torpe vuelo de un gorrión que pasaba por aquí).
Luego está lo de la gente alrededor y su continua atención a lo que pasa dentro de la cajita, todo el rato dandole al dedo y la pantalla, mecánicamente, como si el smartphone fuera el rosario del s.XXI. Hablando una vez con Noel Ceballos, autor del ensayo Internet Safari (Blackie Books), que me leí a saltos porque no me concentraba, me decía que tal vez en el futuro nuestros nietos no verán como algo de mala educación estar dándole al móvil en una reunión social. "¿Sabes que a nuestros abuelos les parecía feo lo de mirar el móvil durante la cena?". Les parecerá una excentricidad viejuna.
Sin embargo, yo espero que las cosas sean diferentes. En un futuro no muy lejano la adicción al móvil se verá como algo chabacano y vulgar, propio de gentes sin voluntad, y a los adictos se les sorprenderá en los baños de los bares guasapeando, igual que ahora se sorprende a los cocainómanos. Cuando esperes a un amigo en la calle mirarás al móvil de reojo y, en cuanto aparezca por la esquina, lo esconderás a toda prisa: "No, si yo estaba observando la poética caída del agua de la fuente". Y en la primera cita, cuando tu potencial pareja regresé del lavabo y te sorprenda mirando el Facebook, te derramará el vino por encima y dejará iracunda el restaurante. "No me lo puedo creer, mirando el móvil, qué vulgar". Si es que ya empiezan a aparecer hoteles y restaurantes donde no se puede usar el móvil, a modo de detox digital. Si ahora el wifi gratis es un valor añadido, pronto será una cutrez.
Aunque lo más probable, wishful thinking aparte, es que acabemos todos completamente absorbidos por esos teléfonos que son más inteligentes que nosotros y que el siguiente paso de evolución humana, tras la Singularidad Tecnológica que se avecina, brinque del carbono al silicio, como dicen los posthumanistas. En ese escenario los humanos dejaremos nuestros cuerpos de carne y hueso y guardaremos nuestra consciencia en un dispositivo electrónico, pasaremos a ser mente pura y eterna, nos convertiremos en nuestro perfil de Facebook, y nos pasaremos lo que queda de historia del Universo diciendo: "me gusta". Oye, ni tan mal.
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