_
_
_
_
_
LA MEMORIA DEL SABOR
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los misterios del pejerrey

El bocado se muestra firme y consistente. Resiste como nunca hubiera imaginado que podía suceder. No es normal encontrar esta textura en un pescado

Lidia Siles, en el comedor de Don Giuseppe.
Lidia Siles, en el comedor de Don Giuseppe.

El comedor de Don Giuseppe es chico, familiar y resulta casi una prolongación de la cocina del restaurante. Estoy sentado a la mesa, junto a la puerta, y contra lo que pueda llegar a parecer por el nombre, no he ido hasta La Punta, justo allí donde este barrio independiente que marca diferencias con el resto de El Callao se engancha a fondo con el mar —el Pacífico a un lado y otro de La Punta, que acaba en un vértice rodeado de agua—, buscando un plato de cocina italiana. Sería inútil porque tampoco la sirven; lo único italiano de la casa es el nombre. Aquí se viene a comer cocina chalaca, que viene a ser la que define la identidad de esta extraña y contradictoria ciudad, provincia y región que es El Callao. Y la visita me parece más que justificada, sobre todo si el objetivo es el sánguche de pejerreyes de Lidia Siles. Por esta parte del Perú le dicen chimbombo y es un buen bocadillo. Pan francés —un pan redondo, ligero, con la corteza fina y poca miga— crujiente y unos pejerreyes abiertos, sin cabeza y sin espina, y recién fritos, con el rebozado consistente y crujiente. Este sánguche cruje por fuera y por dentro.

Servido así, el pejerrey muestra una carne suave y tan tierna que acabaría desmoronándose si el rebozado no fuera tan consistente. Es más una intuición que una certeza, pero el hecho es que tiende a deshacerse en la boca. Acabado el sánguche y para que el día sea completo pido un arrollado de pejerreyes. Son los filetes del mismo pescado enrollados sobre sí mismos curados en limón, y condimentados con salsa de soja, ajo, cebolla y un toque de ají. Cabe esperar la misma carne tierna y ligera del emparedado, pero es todo lo contrario. El bocado se muestra firme y consistente. Resiste como nunca hubiera imaginado que podía suceder. No es normal encontrar esta textura en un pescado. Primer misterio. Vuelvo al pejerrey buscando una segunda confirmación en una sopa recién hecha —caldo con las cabezas y las espinas de los mismos pescados, papa amarilla para acabar espesando el guiso y los filetes del pejerrey con el último hervor— que ahora, apenas tocada por el calor, vuelve a mostrar una carne que amenaza con desarmarse. El misterio de la carne del pejerrey se me presenta como un enigma insondable. La mínima presencia de calor provoca cambios radicales en la textura. De la extrema consistencia a la máxima ligereza en cosa de segundos.

El pejerrey es un pescado relativamente abundante en aguas del Pacífico, especialmente en las costas de Perú y Chile. Es chico, plateado y estrecho. Teóricamente puede alcanzar los 20 centímetros de longitud, pero la sobrepesca no deja mucho espacio al crecimiento y lo normal es que midan alrededor de una docena.

La primera vez que viajé a Puno di con el segundo misterio. El pejerrey es, además, el paradigma de la diversidad; como el misterio de la santísima trinidad pero llevado a la enésima potencia. Aquel otro pejerrey era tan grande que apenas me sirvieron un filete y el sabor no guardaba la menor relación. El otro pejerrey viene del Titicaca, donde llegó desde Argentina y me trastoca los esquemas. Empiezo as preguntar y doy con cuatro órdenes, dos familias y 43 miembros de unas y otras que comparten el mismo nombre: pejerrey. Cada uno está bautizado en latín pero nadie va a la pescadería con un tratado de zoología bajo el brazo. Un pejerrey puede ser casi como se quiera.

De vuelta al sánguche de pejerreyes marinos, acabo el de Don Giuseppe (Avenida Grau, 30; La punta, El Callao) despacio, para alargarlo al máximo. No son muchas las referencias que puedo recomendar. En mi lista hay lugar para el de Isolina, la ejemplar taberna de José del Castillo en Barranco (Avenida san Martín 101), el que sirven en Barra Chalaca, el último invento de Gastón Acurio en San Isidro (Camino Real 1278) y otro que busco para desayunar en Café de Lima (Angamos Oeste 1003), una propuesta multiusos —panadería, café, pastelería, desayunos, almuerzos…— abierta hace unos meses en Miraflores.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_