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Los jardines salvavidas de Jacqueline, Mariam y sus vecinas

Los huertos de mujeres de la comuna de Djiedugu, en Malí, aportan ingresos extra a sus dueñas y una vía para alimentar mejor a sus familias

Un grupo de mujeres extrae agua de un pozo del jardín de Kolonia, en Malí.
Un grupo de mujeres extrae agua de un pozo del jardín de Kolonia, en Malí.Lola Hierro
Lola Hierro

Coge un coche y toma la carretera nacional R6 que parte de Bamako (la capital de Malí) y se adentra en el oriente. A 200 kilómetros, más o menos, verás a tu derecha un camino de tierra roja que serpentea entre cultivos y mangos. Lo distinguirás porque los vehículos que entran y salen de él han dejado restos de esa llamativa grava en el asfalto. Desde ahí, conduce otras dos horas. Solo hallarás un paisaje yermo y seco, aunque salpicado por pinceladas de vegetación que resiste el asfixiante clima que en los meses más calurosos lleva la temperatura por encima de los 43 grados. Animales muy flacos. Hombres dirigiendo carros repletos de leña y tirados por burros. Caminos que nadie sabe a dónde llevan. El río Bani, segundo mayor del país, al que apenas le queda agua en este mes de abril. Parece que ese lugar hubiera retrocedido siglos en el tiempo. Si aciertas la ruta, hallarás tu recompensa: la vida en medio de la nada.

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Escondida en lo más remoto del Sahel maliense se encuentra la comuna de Djiedugu, un conjunto de 34 villas que suma unos 34.000 habitantes. Viven con humildad, sin apenas acceso a electricidad, a tecnología —salvo el teléfono móvil que toda familia posee— o a infraestructuras. Sus casas de adobe y cubiertas de paja o chapa en el mejor de los casos no levantan más de una planta. Sus caminos son de arena, sus comercios apenas suponen cuatro puntales de madera y un toldo, y las escuelas y centros de salud han sido puestos allí, en muchos casos, por organizaciones de ayuda al desarrollo. Pues allí, donde parece que la vida no puede abrirse paso, existen unos espacios donde esta bulle con toda su intensidad: son los jardines de mujeres, y en ellos se escucha de todo menos el silencio.

Bulliciosas, enérgicas, duras como la roca. Ajenas al mundo que les rodea, docenas de mujeres trabajan en el huerto de Kolonia, una de las localidades de la comuna, de 700 vecinos. Cuenta Tiefolo Coulibaly, exalcalde, que antaño todo era un erial, así que las féminas de la aldea solicitaron un permiso para tener un pedazo de tierra en el que plantar alimentos. “Los jefes locales, todos descendientes de los fundadores de cada pueblo, se reúnen y toman una decisión”, explica Coulibaly.

Un huerto tiene una doble ventaja para una mujer: por una parte, es la única propietaria y todo lo que produce y vende es para ella, es un beneficio no administrado por el hombre que la mujer ahorra, generalmente, para velar por la salud de sus hijos. “Si uno enferma, ella tiene dinero para pagar al médico”, describe Coulibaly. En los jardines crecen tomates, cebollas, chalotas, berenjenas, pimientos… Son alimentos con los que comercian cada sábado en el gigantesco mercado de Beleko, la población más grande de la comuna, y a la que se acercan gentes de muchos kilómetros a la redonda. “No obtienen ingresos muy altos, no es como si tuvieran un empleo estable, pero sí les supone un dinero extra”, detalla Frank Robador, cooperante español de las Ong Osalde y Geólogos sin Fronteras que reside en Beleko desde hace siete años. “En un día de mercado puedes llegar a vender unos dos mil francos CFA (unos tres euros) de berenjenas, por ejemplo, el equivalente al jornal de obrero”.

“A mí el jardín me ha ayudado mucho para hacerme cargo de pequeñas necesidades, sobre todo para cuidar de la salud de los niños”. Son palabras de Mariam Coulibaly, de 50 años, con 10 hijos, tres nietos y la responsabilidad de alimentar cada día a 16 personas. Ella antes se dedicaba a fabricar manteca de karité y cous cous. Con la agricultura ha aumentado sus ingresos. Mariam trabaja en el huerto de Kolonia, que fue habilitado gracias al apoyo económico de la ONG vasca Osalde en 2013. Fue el primero de seis repartidos por esta y otras aldeas cercanas. “Cuando los jefes deciden ceder el terreno para los jardines, todo el mundo se pone manos a la obra, se construyen entre todos”, relata el exalcalde Coulibaly. “Los huertos sólo se dan a mujeres casadas porque las solteras se irán al pueblo del marido al contraer matrimonio, así que no tiene sentido”, completa Robador.

En Beleko se encuentra el jardín de Fiankala, donde las vecinas cosechan los mismos vegetales que en el de Kolonia. Jacqueline es quien manda allí. Su rostro está surcado de arrugas, pero es fibrosa y resistente como una atleta olímpica. Nada se le escapa. A la sombra de un mango pela ajos y presencia una reunión con varias propietarias del huerto en la que se habla de la dificultad de alimentar a familias enteras con los recursos disponibles. Todas las mujeres son campesinas y amas de casa. Todas hacen malabarismos para sacar a los suyos adelante y todas han conocido de cerca las consecuencias del hambre. “¡Mira, mira cómo está este!”. Jacqueline se ha levantado de un salto y ha tomado de los brazos al niño de una jovencísima madre. El chico ya tiene edad de andar, pero no logra sostenerse el pie porque se encuentra muy débil. “Así es la pobreza”, exclama Jacqueline en tono solemne.

Una madre amamanta a su hijo menor en compañía del resto de hermanos en el jardín de mujeres de Kolonia, en Malí.
Una madre amamanta a su hijo menor en compañía del resto de hermanos en el jardín de mujeres de Kolonia, en Malí.Lola Hierro

No habría vergel en medio del desierto de no ser por la mejora del acceso al agua en los huertos. En el de Kolonia existe un pozo cisterna que se llena gracias a una bomba eléctrica, por lo que las mujeres no tienen que hacer esfuerzos para llenarlo. Este funciona gracias a unos paneles solares que las señoras limpian a menudo con paños como si del mostrador de su cocina se tratase. “Cuando sale el sol, a eso de las seis de la mañana, ya generan energía para accionar la bomba y llenar el depósito, de unos ocho mil litros”, detalla Frank Robador.

En el jardín de Fiankala los puntos de agua crecen como setas desde que la Ong Geólogos sin Fronteras inició en abril de 2015 su proyecto de investigación para extraer agua a bajo coste. La organización está realizando sondeos mediante una técnica de perforación manual que reduce el importe de construir un pozo de unos 15.000 euros a 400. De momento ya han concluido seis. “Es bueno para las mujeres aumentar los puntos de agua porque así tienen una distancia menor a su huerto, se cansan menos”, asegura el cooperante.

Mariam en Kolonia, Jacqueline en Fiankala y el resto de sus compañeras no están solas en su faenar: frecuentemente reciben ayuda de sus maridos, y también de niños y niñas de todas las edades que comparten con sus madres la pesada labor de regar los cultivos. Como siempre ha sido en África, el mayor cuida del siguiente en edad, y este, del que va después. Los bebés duermen el sueño de los justos acurrucados en las espaldas de sus madres, abuelas o hermanas, que trabajan como si no les pesara la carga que llevan a cuestas. A ellos, los pequeños, beneficia la segunda ventaja de los huertos, si cabe más importante que la anterior: que son una vía para diversificar la alimentación de las familias en una zona donde la malnutrición, y muy especialmente la infantil, es un enemigo al que se combate a diario. En Malí este es un mal que afecta a un tercio de los menores de dos años. Y cuatro de cada cinco sufren anemia, todo según el Programa Mundial de Alimentos.

Los factores que contribuyen a que el hambre persista son el eterno triunvirato: uno es la pobreza: ni hay dinero, ni hay variedad de productos. Otra es la elevada tasa de fertilidad, en este país las mujeres tienen una media de 6,2 hijos según datos de 2014 del Banco Mundial, y otra es la falta de información para las madres sobre cómo alimentar correctamente a un niño. “Dan cantidad de alimento pero no variedad ni calidad”, asegura Khadida Dembele, enfermera, obstetra y encargada del programa de nutrición del centro de salud de Beleko. "Y luego está el factor cultural: aquí no se da de comer huevos a los niños porque se cree que, de hacerlo, se convertirán en ladrones cuando sean adultos".

Un grupo de niñas sonríe a la cámara desde uno de los puntos de agua de Beleko, en Malí.
Un grupo de niñas sonríe a la cámara desde uno de los puntos de agua de Beleko, en Malí.Lola Hierro

“Las legumbres y la fruta han diversificado la alimentación de nuestros hijos, pero seguimos sin tener acceso a muchos alimentos adecuados para el crecimiento de un niño. Las cosas han mejorado, pero la malnutrición persiste, quiero recalcar que persiste”, asevera Mariam Coulibaly. Y pide expresamente que se reflejen así sus palabras. Su nieta menor recibe suplementos nutricionales en el centro de salud de Beleko, que todos los miércoles abre una consulta específica para niños con este problema.

A las ocho de la mañana de un miércoles de febrero, aún ninguna madre se ha acercado con sus hijos al dispensario. Dembele repasa los registros de los pacientes y prepara las cajas con los suplementos nutricionales y la harina fortificada que receta a los más débiles. “Las enfermedades más comunes de los niños aquí son la diarrea, las infecciones respiratorias, la malaria, la malnutrición y la anemia, esta última por no comer bien”, enumera. Ella identifica un descenso de la mortalidad infantil en su clínica, aunque no sabe decir en qué medida. Un repaso al libro de decesos de 2014 y 2015 revela tan solo tres muertes por diarrea, y tres por una combinación de diarrea, anemia y paludismo. “Pero hay que tener en cuenta que muchos se mueren en sus pueblos, no llegan al centro de salud”, advierte la enfermera. “Si las madres ven al niño malnutrido, le dan infusiones de hojas, que no valen para nada. Si no tienen buena leche, deberían alimentarse bien ellas y dar leche en polvo al bebé”. Pero un bote de estos vale 3.500 francos CFA (unos cinco euros), una cantidad que dobla lo que una mujer puede ganar en un buen día de mercado.

Llega en brazos de su hermano adolescente el primer paciente a la consulta. Es Bakary Coulibaly, de 23 meses. Fue llevado por primera vez el 29 de diciembre de 2015 con malnutrición severa y kwashiorkor, una enfermedad que se da cuando se sufre una carencia de proteínas y otros micronutrientes. Esto provoca despigmentación de la piel, edemas e hinchazón abdominal debido a la retención de líquidos. Cuando el pequeño Bakary fue atendido pesaba 8,3 kilos y medía 77 centímetros. “Le tuvimos que mandar al hospital de Fana [la ciudad más cercana, a unas dos horas en coche] porque aquí no tenemos medios para tratar sus heridas”, explica Dembele.

La enfermera Dembele entrega sobres de Plumpy Nut a la madre de Justin Coulibaly, con desnutrición moderada, en Beleko, Malí.
La enfermera Dembele entrega sobres de Plumpy Nut a la madre de Justin Coulibaly, con desnutrición moderada, en Beleko, Malí.Lola Hierro

Hoy el niño se ve muy recuperado. Pesa 10 kilos y la cinta que mide el perímetro de su brazo señala que ha salido de la zona de peligro: si midiera menos de 11 centímetros significaría que padece malnutrición severa aguda, pero da 14. Se ha recuperado gracias al Plumpy Nut, el complemento terapéutico que salva millones de vidas en los países más pobres: 500 kilocalorías a base de cacahuetes, vitaminas y minerales. Bakary tiene que proseguir con su tratamiento, no obstante, y de allí se marchan su hermano y él con un cubo lleno de harina fortificada y bolsas de Plumpy Soup, otro complemento nutricional para niños que padecen malnutrición moderada.

A mediodía, media docena de menores han sido medidos, pesados y diagnosticados por la enfermera, que cierra la consulta tras examinar a Justin Coulibaly, de 12 meses y siete kilos. No deja marchar a su madre, que tiene 30 años y cuatro hijos más, hasta que el pequeño se acaba todo el sobre de Plumpy Nut. Ella se llama Fatoumata Dembele y cuenta que Justin estuvo muy enfermo, con diarrea y vómitos. Sufría una malnutrición galopante, pues solo comía to, una masa de harina de trigo, mijo u otro cereal cocido. “Sé que no es suficiente, pero no tengo medios”, reconoce la mujer.

Justin se alimentará con Plumpy Nut tres meses, pero luego volverá al to, así que es posible que vuelva a quedar malnutrido. “Es la pobreza, así es”, lamenta la enfermera Dembele. En ese círculo vicioso de carencias, los jardines de mujeres no son una solución infalible, pero sí pueden mejorar algo la alimentación de niños como Justin. Fatoumata, que no pudo trabajar el año anterior en el suyo porque estuvo enferma, ahora quiere retomar el trabajo, una labor que puede marcar la diferencia entre que su hijo viva o muera.

Planeta Futuro en Malí

Malí se encuentra en estado de emergencia desde que el 20 de noviembre de 2015 el grupo yihadista Al-Mourabioun, afiliado a Al Qaeda, asaltara el hotel Radisson Blu de la capital de este país y matara a 27 personas. De forma paralela se suceden frecuentes ataques a bases militares en el norte, donde el goteo de muertos es permanente —entre 2013 y 2015 estos actos se han cobrado 56 víctimas en las filas de la Misión de la ONU en Malí (Minusma). El país, no obstante, vive tiempos convulsos desde 2012, cuando cayó en manos de una alianza entre los rebeldes tuareg, que reclaman territorios del norte, y grupos yihadistas próximos a Al Qaeda, que pretenden imponer un estado islámico radical. Fueron en gran parte neutralizados tras el lanzamiento en enero de 2013 de una intervención militar liderada por Francia, pero todavía existen zonas enteras fuera del control.

No obstante, la vida en otras zonas del país sigue su cauce habitual. Planeta Futuro se desplazó al este del país para contar cómo la tecnología mejora la vida de la población rural.

Sobre la firma

Lola Hierro
Es periodista y desde 2013 trabaja en EL PAÍS, principalmente en la sección sobre derechos humanos y desarrollo sostenible Planeta Futuro, y coordina el blog Migrados. Sus reportajes han recibido diversos galardones. Es autora del libro 'El tiempo detenido y otras historias de África'. Desempeña la mayor parte de su trabajo en África subsahariana.

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