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en primera persona

Una mamá con el poder de leer con las manos

Esta entrada ha sido escrita por Nuria del Saz (@ndelsaz)

Me llamo Nuria y soy mamá de dos niñas. Me quedé ciega debido a una retinopatía de causa desconocida a los doce años. Suelo leer De mamas & de papas y a menudo había pensado en cuánto me gustaría contarles a los que leéis el blog cómo vivimos la maternidad/paternidad los padres ciegos. Hoy Cecilia y Javier me abren las puertas de su casa para hacerlo.

Esto de los padres ciegos es como otra galaxia. Sabemos que existen, a veces oímos hablar de ellos, pero realmente no los conocemos. Me tengo por una madre normal, como otra cualquiera, que cada día despierta a sus hijas por la mañana para ir al colegio, que se va a trabajar –soy periodista- y que regresa por la tarde a continuar la segunda jornada, la de madre, con ellas. Sin embargo, a veces ocurren cosas, se dan situaciones que me ponen frente a frente con la discapacidad. Esa que tenía “superada” o “asumida” como la persona autónoma e independiente que había llegado a ser, pero que de alguna manera se hace evidente cuando dos personitas llegan a tu vida y dependen de ti. Entonces, para algunas cosas es como si hubiera renovado el carnet de discapacidad que ya había caducado. No solo los demás te hacían sentir más ciego con comentarios como “ahora necesitarás alguien que te ayude con la ropa del bebé para que vaya conjuntado o limpito, que los niños se manchan mucho”, sino que también flotaron en mi mente oscuros pensamientos como el del manejo del carrito en la calle. ¿Tendría que llevar a mis bebés siempre en brazos? Porque, que yo sepa, hasta el momento Google no ha creado ningún baby Googlecar que se conduzca solo.

Muchos de mis avatares diarios son idénticos a los de las mujeres sin discapacidad. A saber: estar trabajando y recordar que faltan garbanzos en la despensa para el cocido de mañana o que la cita pediátrica para la revisión de la pequeña es el viernes a las cuatro. Pero no por el hecho de no ver la balanza se ha inclinado hacia el ala masculina de mi casa, como piensa la mayoría de gente que me conoce por primera vez y me ve ir a recoger a las niñas de ballet del brazo de mi marido. Su condición como “el marido de una persona ciega” le envuelve de un halo especial a los ojos de muchas madres del colegio, y de las vecinas, lo sé, porque presuponen que él asume gran parte de las tareas que ellas realizan como madres y que, por ende, me corresponderían a mí.

"Claro, él te ayuda mucho ¿verdad?". Pobrecita yo, que debo de ser una especie de madre de atrezzo.

¡Error!

Primer mito a derribar. La ceguera del cónyuge no confiere a los maridos videntes habilidades excepcionales del tipo saberse el horario de las actividades extraescolares de los hijos o pensar una dieta variada para la prole. Eso forma parte de mi negociado. Cierto que el mío comparte filosofía y tiempo de crianza. Pero toda la intendencia es cosa mía, como vuestra, queridas madres videntes del mundo. Y empiezo a creer que esto lo traemos grabado en el cromosoma X, salvo honrosas excepciones.

Pero no. Él no es un superhombre igual que yo no soy una heroína que todo lo puede, pese a no ver tres en un burro. Nos surgen dificultades, muchas, que vamos superando como buenamente podemos. Como vosotras, como vosotros, pero con algunas singularidades que nos ponen al borde del abismo, de la locura o de la risa por lo surrealista, como a vosotras, como a vosotros, aunque distinto. Y sí, sí hay situaciones o actividades que nos cuestan más o que, lisa y llanamente, no podemos hacer como otra familia.

Volvamos al carrito, que ya me queda bastante lejos, pero tuvo su importancia hace ocho años, cuando nació mi mayor. Toda una infancia empujando el carro de capotas de mis muñecas y oh, mísera de mí, a mis taitantos no iba a ser la protagonista de mi propio cuento de hadas maternal. No, siento romper otro mito, pero las madres ciegas no podemos llevar el carrito con la soltura y seguridad que requieren nuestros retoños en un entorno urbano lleno de obstáculos. Te sientes una segundona asida al manillar mientras es otro quien lo lleva. Nunca se lo dije a nadie, pero hasta que lo asumí me sentí la segunda de a bordo y, ya se sabe, las madres queremos ser lo más de lo más, sobre todo en los comienzos. Luego una se va relajando y comprende los beneficios de eso que en el mundo empresarial se llama “saber delegar”. Y no debió de ser ninguna ñoñería mía, porque el día que se bautizó mi mayor, camino de la iglesia, mi madre se paró en seco en medio de la calle y me dijo: “Venga, lleva tú el carro”. Y lo llevé triunfante con mi niña llena de encajes y lazos dentro. Hay sentimientos tan sutiles que solo una madre es capaz de percibir.

Con los purés, en cambio, delegué muy pronto. Tan pronto como entendí que atinar con la cuchara en la boquita de mi hija tenía demasiados efectos colaterales que no me apetecía asumir. Senté a la niña en la trona, la forré de paños de cocina –me faltó ponerle un traje antirradiaciones nucleares-, le até el babero y me dispuse a tratar de atinar. Mi madre había venido a casa a ser testigo del momento histórico y, de paso, mediante precisas instrucciones verbales pretendía guiar las idas y venidas de la cuchara. Ella se ofreció a darle el puré a la niña. Pero yo estaba en mis trece de ser yo y solo yo la que alimentara a mi primogénita. A la primera cucharada fui consciente de la horrible distancia que se genera entre la boca de un bebé y el cuenco de papilla y de lo estresante que me resultaba la situación. La maternidad no debe ser sufrimiento, si no disfrute: al menos esto lo tenía claro.

“Más a la derecha, Nuria… Cuidado, que se la metes en el ojito… Espera, que voy a limpiarle el babero, que se ha manchado…”.

Y yo, obviamente, cada vez más nerviosa y estresada. Al final, derrotada, cedí la cucharita y me quedé de testigo, viendo, es un decir, cómo el cuenco iba quedando vacío. Solo había perdido la primera batalla. La victoria final sería mía.

El segundo intento lo hice con nocturnidad y alevosía. Aproveché un rato de soledad y cambié la estrategia. La trona no era para nosotras. Me senté con la niña de espaldas a mí, sobre el regazo, asumí que el puré llegaría hasta el infinito y más allá, sujeté su bracito izquierdo con mi brazo para evitar incursiones inesperadas en el cuenco y con muchísima paciencia le fui dando el puré. Después lo limpié todo y tan feliz. Objetivo logrado. Era capaz, podía, pero creo que adelgacé y todo por la tensión. A partir de entonces recuperé un poco de cordura y opté por una tercera vía más saludable para todos. Cuando estaba sola el puré lo daba yo. En unas semanas mi hija me tomaba la mano en el aire y dirigía la cuchara hacia su boca. Un gustazo. Rápidamente descubrió que haciendo eso se reducían extraordinariamente las posibilidades de que el puré terminara en su ojo. Pero si estaba acompañada, cedía gustosamente la cuchara y delegaba. Mi madre tiene una mano dando de comer a los niños… Te los devuelve limpitos y encima les cuenta cuentos. Yo no, a mí la situación me estresaba tanto que era incapaz de pensar en Caperucita y el Lobo.

Eso sí, la ventaja de ser una madre distinta es que cuando te piden que les leas un cuento en la cama, lo hacemos a oscuras. Selecciono uno en braille de la estantería de los cuentos especiales y, por decreto, se apaga la luz. Viven en un mundo tan estimulante, tan visual, que aprovecho y les doy la oportunidad de escuchar, simplemente escuchar sin mirar. Inmune a sus quejas porque no ven los dibujos, me siento entre ellas y leo, les leo mientras se duermen, porque –como les digo haciendo de la necesidad virtud, qué remedio- la suya es una mamá con poderes.

¿Síiii? -Me preguntan.

Claro, tengo el poder… de leer con las manos y no me hace falta la luz.

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