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MIRADOR
Columna
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Europa

El etnoeuropeísmo como doctrina parecía que había desaparecido, pero se ve que era solo un barniz

Julio Llamazares

¿Quién dijo que Europa es propiedad de los europeos? ¿Acaso no somos los europeos descendientes de gentes llegadas de Asia y de África (de Egipto, de Persia, de Turquía, de las estepas rusas de los Urales…), incluso de América y de Oceanía, en épocas más recientes? ¿Alguien puede creer que un continente tiene dueños como los latifundios? Y, sobre todo, ¿quién dice que, de tenerlos, somos los que lo habitamos y no los que llegan de fuera como en su día llegaron a Europa muchos de nuestros antepasados, o a América los europeos, a raíz de su descubrimiento?

Que a estas alturas de la civilización se pretenda parcelar el mundo como si fuera una finca rústica demuestra hasta qué punto la humanidad ha avanzado poco en su camino hacia la racionalidad. Y aún menos hacia el universalismo, que solo se ha conseguido en el terreno económico y no en todo el planeta, merced al colonialismo, antes, y, ahora, a la globalización. Pero la globalización solo sirve, por lo que se ve, para comprar y vender mercancías, da igual que sean alimenticias o armas. Y, además, funciona solo en una dirección: desde los países ricos hacia los pobres, sin tener efecto de retorno. El único efecto de retorno es la inmigración, y nos negamos a recibirla porque nos crea problemas. ¿Qué creíamos, que les íbamos a exportar las guerras sin que sus consecuencias nos salpicaran a corto o a medio plazo?

El etnoeuropeísmo como doctrina parecía que había desaparecido de Europa, pero se ve que era solo un barniz, una capa de pintura que no ha tardado en resquebrajarse en cuanto las tensiones de fuera y de dentro han empezado a aflorar. La tan cacareada solidaridad internacional de los europeos valía solo para cuando se ejercía en el exterior, y en pequeña medida, no fastidiemos, y la interna, mientras los problemas gordos no se produjeron. Y el de los refugiados que hoy rodean nuestras fronteras pidiendo paso y asilo es el más gordo de nuestra historia desde la II Guerra Mundial. Que la solución esté tardando tanto en llegar y que su consecución esté poniendo en cuestión la propia esencia de Europa es algo que demuestra la gravedad del problema, por más que algunos políticos, como Mariano Rajoy, hagan como que no se enteran. Aunque, en el caso de este, puede que no se entere en verdad, convencido tal vez de que lo que decía la Enciclopedia escolar que ambos estudiamos por los años sesenta del pasado siglo estaba en lo cierto: “España es un país elegido por Dios. Por eso está en el centro del mundo. Y por eso todos los extranjeros quieren venir a vivir a España, porque no hace ni frío ni calor”.

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