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DON DE GENTES
Columna
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Un poco de humildad

Y de fondo, los observo a ellos en imágenes del debate de investidura: deberían pensar en lo que sucede fuera, donde habitan tantos héroes y heroínas anónimos

Elvira Lindo
Getty Images

Hay artículos que la mente construye antes de llegar a casa. Este es uno de ellos. Lo voy rumiando sin haber salido aún del hospital Gregorio Marañón, sin que mi olfato se haya desprendido del olor a desinfectante ni mis ojos de la luz deslumbrante del hábitat hospitalario. Voy meditándolo cuando aún suenan vivas en mi recuerdo las voces de las enfermeras. Voces que preguntan a los enfermos si quieren tomar un refresco o un sándwich, aunque de sobra saben que la quimioterapia les descoloca el cuerpo incluso antes de golpear las entrañas y que no podrán probar bocado durante unos días. La joven L. entró esta mañana con buen color, con el sonrosado en las mejillas propio de una chavala de 26 años, pero lo ha perdido con la sola visión del goteo penetrando en la vena. A su lado, una señora de Entrevías me pregunta si soy lo que dicen, escritora, y me asegura que un día de estos va a comprarse unas gafas, aunque ella lee, lee separando mucho la página de su vista torpe, lee libros de la iglesia evangélica. Hay tantos, dice, que podría pasarse una la vida aprendiendo cosas sobre Dios. Hay ancianos en la sala, hay una mujer de mediana edad que exhibe una naturaleza muy resuelta, y tiende el brazo a la enfermera como si fuera un mero trámite.

De fondo, muy de fondo, de las dos teles que cuelgan del techo, surgen las voces de los contertulios que, a las doce del mediodía, dan la impresión de estar ya de vuelta de todo, de andar un poco mareando la perdiz. No oigo bien lo que dicen pero veo sus rostros familiares, así como los de los políticos devenidos en estrellas televisivas. Su presencia ha entrado en los hogares, como antes se decía, con la rotundidad de un serial, como un Amar en tiempos revueltos. De protagonistas, nuestros representantes, aquellos que se llenaron la boca los primeros días hablando del mandato del pueblo y que ahora son incapaces de entenderse; y el coro de cronistas, a modo de tragedia griega, que glosa lo sucedido para que el espectador lo reinterprete. Yo no sé lo que ha dicho el pueblo, yo solo respondo por mi voto, que no contenía una voluntad colectiva sino una opción, poco entusiasta, después de haber considerado otras. Y como yo, muchos más de los que creen nuestros protagonistas, que vistos desde esta sala en la que los enfermos luchan empecinadamente por vencer la batalla a la enfermedad, se me antojan tan lejanos que llego a pensar si habitan en el mismo país que el nuestro, el de los que respiramos el mismo aire de esta sala en la que tranzan su pequeña comedia humana las enfermeras, los pacientes y los familiares que padecen el dolor de los suyos en primera persona. Le beso la mano a L. y pienso en todo el coraje que reúne cada 15 días para venir aquí muy de mañana y someterse al impacto de un cóctel químico que la cura al tiempo que durante días la destroza. Imagino que sueña, como todos cuando el dolor nos somete, en cómo será su vida el día en que amaine la tormenta, ese día, a las puertas del verano, en que entrará en esta misma sala y anunciará que está limpia, lista para retomar todos los proyectos que ha dejado aparcados. Y con ella, su madre, y todas aquellas personas que la quieren y viven, desde que la doctora pronunció el diagnóstico, en un tiempo diferente al de aquellos que no piensan en la salud por la simple razón de que la tienen.

Las enfermeras responden a un nombre propio, o a un diminutivo; los enfermos también. Son viejos conocidos. Esos nombres suenan una y otra vez, y hay anécdotas sin importancia que se cuentan y desdramatizan el ambiente de una habitación donde los profesionales se mueven hacendosos como si les faltara tiempo y los enfermos miran al vacío como si les sobrara. El drama va por dentro, fluyendo con la suave cadencia de una obra chejoviana, sin aspavientos. No queda más que velar por el enfermo y admirar cómo las enfermeras, que vieron encogidos sueldo y vacaciones en estos tiempos de crisis, actúan con un solo afán: devolver la salud a quienes la perdieron. Unas y otros son heroicos, así los considero yo, que sólo sé tomar la mano querida y acariciarla con el convencimiento de que el cariño contribuye a la curación. Y de fondo, muy de fondo, los observo a ellos en imágenes del debate de investidura, celebrando sus actuaciones desmedidamente, como si se marcharan o volvieran de una batalla, sobreactuando cada intervención como si fuera histórica. Deberían pensar en lo que sucede fuera, pienso llegando a casa, donde habitan tantos héroes y heroínas anónimos. Cuando uno repara en ellos, se anda por la vida y se actúa en el trabajo con un poco más de humildad.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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