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Joburg Ballet, el otro sueño de Mandela

Durante el ‘apartheid’, el ballet era solo de blancos en Sudáfrica Pero desde los noventa, dos generaciones de artistas en la Joburg Ballet de Johanesburgo se esfuerzan para que en la disciplina no importen el color de piel o la procedencia étnica

Los bailarines Claudia Monja y Keke Chele.
Los bailarines Claudia Monja y Keke Chele.Bill Zurich

La noche inaugural de la temporada de primavera en The Mandela, el auditorio principal del Joburg Theatre, es una velada de lujo. Una fiesta en el país africano, que no se ha liberado del todo de la sombra del apartheid. En Sudáfrica la primavera empieza el 1 de septiembre, la temperatura es suave y un viento cálido sube desde las sabanas hasta la agitada urbe moderna. Al atardecer hay una especie de brumilla que difumina el horizonte: es arena en el aire o polvo residual de las minas, acaso una hiperbólica condensación.

El Joburg Theatre se alza en el centro de Johanesburgo, junto al parque de la Constitución, el monumento a Mandela y las moles contemporáneas de los edificios del Ayuntamiento o del Comité de los Derechos Humanos. Es un logro de la danza que sea sede de la principal compañía de ballet del país y que se mantenga abierto todo el año con una oferta variada de artistas propios y de visitantes, musicales, patinaje sobre hielo, una temporada lírica o compañías venidas de Rusia o China. Pero lo que manda es el ballet de la casa, que se ha ganado el cariño y el prestigio venciendo prejuicios y llevando sus representaciones a sitios donde nunca habían visto un tutú.

La labor divulgativa comenzó en los noventa, al mismo tiempo que se construían los teatros, con una prisa que tenía la lógica de luchar contra el tiempo: el perdido y el por ganar. ¿Cómo atraer a un espectáculo refinado y de una cultura ajena a aquella masa herida, con muchas de sus laceraciones aún abiertas? Era un reto, una manera de probar que el ballet es de verdad universal en sus postulados y en la esencia de su estética. La historia está ahí marcando una ruta terrible de segregación que también alcanzó a la danza, separando cualquier manifestación europea (es decir, de blancos) de las non-Europeans o coloureds. En la década de los cuarenta surgió una tímida institución de conservación del patrimonio coreográfico de los trabajadores de las minas de oro (“the mines dances”) y hay bastante literatura de lo que sucedía en las arenas construidas cerca de Witwatersrand, al lado de Johanesburgo. Paralelamente, en Pretoria y en Ciudad del Cabo el ballet era cosa de blancos. Pero la fuerza de la danza autóctona se resistía a desaparecer y, ya en tiempos de democracia real, aparecieron los certámenes, la legendaria African Night y el festival anual de Dance Factory. En 1946, antes de emprender su trayectoria europea, el coreógrafo John Cranko ya montaba ballets en Ciudad del Cabo; algo parecido pasó con la primera compañía de Johanesburgo, creada en 1959 por Yvonne Mounsey. El Ayuntamiento de la ciudad la apoyaba, pero la bailarina finalmente se fue a Nueva York para convertirse en musa de George Balanchine. Pero la primera en concebir un escenario monumental de bailarines blancos y negros fue Veronica Paeper con Espartaco en 1995: el montaje tuvo tal impacto que, al año siguiente, la ley de las artes contempló un ballet para todos los sudafricanos sin distinción por su color de piel o procedencia étnica.

A nadie se le escapa el significado del gran cartel de la entrada del Joburg Theatre: en él bailan y crean juntos la magia de la danza blancos y negros, sudafricanos y extranjeros. Fundada en 2001, The ­South African Ballet Theatre es la agrupación profesional más longeva en un país con tradición de compañías de vida efímera. De ahí que tenga tantos ojos puestos en ella, en la búsqueda de un resultado que ilusionó a políticos y artistas por igual, como si el ballet pudiera funcionar como un aglutinador incontestable. A The South African Ballet Theatre se refieren como “el sueño de Mandela”.

Hoy día el Joburg Ballet es cosmopolita y global; predomina el inglés con los más variados acentos. En el Joburg hay australianos, cubanos, franceses, ingleses y hasta algunos rusos. La danza es universal, y allí debe no solo parecerlo, sino serlo de verdad. Es como si a las tareas artísticas hubiera que sumar obligatoriamente las sociales y políticas.

El ballet de Joburg se ha ganado el prestigio y el cariño de los sudafricanos de una manera ardua y progresiva, venciendo prejuicios

En 2004 los miembros del ballet tuvieron el impulso definitivo cuando inauguraron, junto al teatro mismo, la sede estable de la compañía y de la escuela, de los talleres vocacionales y de un montón de iniciativas diversas con la danza como elemento motriz. Todo era nuevo. En los tiempos del apartheid había ballet, pero aún se recuerda tácitamente que era cosa de blancos, y estaba concentrado en las actividades protocolarias de Pretoria o Ciudad del Cabo. La fama de Johanesburgo era la de una ciudad áspera y peligrosa. El ballet era otro gueto exclusivista, y sacarlo de esa fama, sortear ese muro, ha sido la tarea principal de dos generaciones de artistas.

El nombre de Soweto entró en el ámbito de la danza europea por razones muy tristes: el coreógrafo sueco Mats Ek creó una pieza homónima en 1977 en memoria de los terribles acontecimientos del 16 de junio de 1976, cuando más de 500 estudiantes niños y adolescentes negros fueron masacrados en las protestas ante la descabellada iniciativa de imponer la enseñanza en lengua afrikáans. Ek motivó a su madre, Birgit Cullberg – fundadora del Cullberg Ballet de Estocolmo–, para que bailara en la obra a los 69 años; después la filmaron para la televisión y no se cansaron de representarla con su amargo y redentor mensaje. En 1991 Soweto fue representada en el banquete que homenajeaba a Nadine Gordimer por su obtención del Premio Nobel de Literatura, lo que dio a la celebración un tono grave y humano. La desnuda representación simbólica de aquel horror aún hoy emociona a los sudafricanos. “Vivimos con ese recuerdo y con las cosas que a veces pasan todavía. Es nuestra lucha y nuestro principio”, apunta un colaborador del ballet. “Desde aquí ponemos nuestro grano de arena, nuestro aporte que además de simbólico tiene una visibilidad, una manera de llegar a la gente muy directa y comprensible”, concluye. “Nuestro lenguaje, nuestra representación de la armonía, va por delante de otros lenguajes, llega antes”, dice una de las bailarinas.

A Soweto se llega por la ancha carretera donde, por el arcén, de vez en cuando pueden verse recogedores de chatarra cargados como bestias, teñidos por la mugre, deambulando o desandando el camino tras haber sacado unos pocos rand por los desperdicios. Se circula sobre un paisaje arisco y modificado por la avaricia humana, con la huella de las antiguas minas de oro, la mayoría de ellas ya hoy agotadas y convertidas en sombrío monumento. Ya en Soweto, frente al museo que recuerda la matanza de 1976, hay un discreto centro cultural de techumbre roja en el que han improvisado un modestísimo jardín sobre la grava. Aquí viene varias veces al año el Joburg Ballet en su labor divulgadora. No hay un gran escenario ni aparatosas luces, sino un espacio abierto, limpio y con el cemento pulimentado. Los artistas sienten la necesidad, el deber combinado con el amor, de iniciar a la gente en la danza clásica, a los niños de las escuelas, a los que nunca van a la zona de los rascacielos, en el arte del ballet y su estética.

En medio de un erial, cuando acaban las casas bajas y un eje de chabolismo al que no se puede ser indiferente, se levanta el nuevo Teatro de Soweto, inaugurado en 2012, con sus volúmenes de azulejos coloreados. Tiene dos salas y alberga a todos los grupos de artistas de la zona: hay baile moderno y tradicional. “Por algo había que empezar”, dice un funcionario sonriente y orgulloso de su flamante contenedor. Frente al teatro se plantea un coliseo abierto para más de 10.000 personas. Todo lo están pensando en grande, y en ese atado de sueños y metas va el ballet incluido. En el anfiteatro hay huellas de vandalismo, grafitis, una dejadez que parece venir en el mismo paquete que el clima abrasador y que oxida veloz las barandas de la grada.

El Joburg recibe ayudas del Ayuntamiento, de la región y de otros organismos públicos, pero lo que lo hace vivir de verdad son los patrocinadores privados. En sus salones de ensayo, amplios y soleados, la actividad no se detiene nunca: cuando la compañía termina de ensayar, llegan los más pequeños de la escuela, y también hay clases para mayores y de perfeccionamiento para maestros. La abundancia de escuelas privadas no ha quitado fuerza a las actividades del Joburg. Lentamente la danza se hace popular.

Lindé Wessels, solista del Joburg Ballet, en un espectáculo para escolares.
Lindé Wessels, solista del Joburg Ballet, en un espectáculo para escolares.Charlotte Kennedy

La mayoría de las academias privadas imparten el método inglés de ballet y, en la compañía, convive con las enseñanzas de las escuelas cubana y rusa. Hace unos años, el Joburg firmó un convenio con la Escuela Nacional de Ballet de La Habana, y regularmente Cuba manda maestros, ensayadores y bailarines. “Mejor que nos manden instructores de ballet que soldados como mandaron a Angola”, comenta con ironía un administrativo de la organización. Algunos maestros caribeños vinieron por medio año y ya llevan más de tres: han encontrado otra casa. No todos piensan igual, y hay quienes quieren que mande la escuela británica, sus modos y su estilo, la conocida como Royal Academy, una identificación que comparte explicación histórica con el hecho de que se conduzca por la izquierda y los recetarios incluyan pastel de riñones: los tiempos coloniales y su estela. Siendo prácticos, no hay grandes contradicciones ni abismos en los métodos de enseñar el ballet, sino sutiles cuestiones didácticas y plásticas.

Los bailarines cubanos que viajaron a ­Sudáfrica fueron mayoritariamente negros y mulatos. Algunos, al igual que los brasileños, no habían sido capaces de encontrar su lugar en las filas de la compañía oficial caribeña, donde también se ha hablado sutilmente de racismo. Su presencia animó a que la población negra llevara a sus hijos a estudiar ballet: no estaba calculado así, pero dio resultados. Los principios fueron duros, pero la visibilidad de los artistas de danza en los medios de comunicación poco a poco ablandó el ambiente. Al mismo tiempo se ampliaba el repertorio tanto clásico como moderno con la animación que representaba poder asistir a los concursos continentales de la especialidad. La danza moderna se abría paso, iba por su lado desbrozando otra selva de prejuicios, algunos compartidos.

El primer ballet oficial estuvo en Pretoria, después se hizo famoso el de Ciudad del Cabo y ahora ha llegado la hora de Johanesburgo. Si se consulta la prestigiosa The International Encyclopedia of Dance, de Selma Jeanne Cohen, la voz Sudáfrica tiene casi 20 páginas ilustradas. La pasión por la danza siempre ha estado ahí, “larvada o sacada a pasear los domingos”, dice una maestra. En la enciclopedia todas las fotos de ballet clásico que aparecen son de artistas blancos; a los negros se les reserva el folclore y la aparición de la danza moderna. El ballet es siempre más complejo, sus maneras, su rigor sugiriendo envaramiento, sus títulos emblemáticos, la lentitud en obtener resultados escénicos.

Desmond Tutu apoyó personalmente un proyecto de divulgación del ballet en Ciudad del Cabo que aún funciona, y Nelson Mandela, al hablar de las artes, hacía hincapié en la danza. Ambos evocaban la música y la danza como elementos imprescindibles de la identidad cultural y de la regeneración del orgullo nacional, del propio desarrollo de cualquier conciencia humanística. Ahora atraviesan la plaza con sus mochilas niños negros que van al salón de ballet, algo impensable hasta hace bien poco.

Keke Chele y Kitty Phetla, sudafricanos y negros, son los solistas de la compañía y un emblema por su tenacidad, por la manera en que sortearon las dificultades al comenzar sus carreras. Ambos son muy populares en la televisión y la prensa. Keke Chele se ha especializado en los papeles de carácter y le saca un enorme partido a su faceta cómica; Kitty Phetla hace la particular versión de La muerte del cisne enfundada en un tutú oscuro, no el blanco inmaculado que marca la tradición rusa. Esa pieza se ha convertido en un símbolo reivindicativo y es una de las que lleva el Joburg Ballet como estandarte. Phetla no se cansa de repetir su mensaje: el ballet es nuestra vida, es universal y hay que apoyarlo.

elpaissemanal@elpais.es

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