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Escalera interior
Columna
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Otro noviembre de Madrid

Descubrí a Juan Eduardo Zúñiga demasiado tarde, por un azar amoroso y veraniego. Fue uno de esos descubrimientos que se convierten en una revelación

Almudena Grandes

Corría el verano de 1994 y yo, que me creía muy mayor, era todavía muy joven. Me habían invitado a algún curso de verano en El Escorial y me las había arreglado para coincidir allí con Luis García Montero. Él fue quien decidió entrar a curiosear en una librería donde escogió un libro, Largo noviembre de Madrid, una reedición de la que yo también había oído hablar en las últimas semanas. Más allá del respeto reverencial que los suplementos semanales imponen a los autores muy jóvenes, me atrajo el nombre de mi ciudad, me gustó la portada y, sobre todo, me conmovió el texto que lo presentaba, así que me animé a comprar mi propio ejemplar.

Así, demasiado tarde, por un azar amoroso y veraniego, descubrí a Juan Eduardo Zúñiga, un autor del que nunca había oído hablar, quizás porque siempre ha escapado con elegancia de la manía clasificatoria, la obsesión por las generaciones, de la crítica española. Fue uno de esos descubrimientos que se convierten en una revelación y, aún más, un hito decisivo en mi futuro trabajo.

Para los lectores de mi generación, la literatura española de la segunda mitad del siglo XX se convirtió en un problema

Para los lectores de mi generación, la literatura española de la segunda mitad del siglo XX fue durante mucho tiempo un problema. Educados para vivir en un país que, por fortuna, ya había dejado de existir cuando empezamos a vivir como adultos, sospechábamos de cualquier autor que hubiera escrito durante la dictadura como si su mera existencia le convirtiera en un estómago agradecido del franquismo. Las deficiencias ideológicas y sentimentales que habíamos heredado de nuestros mayores nos llevaban a considerar que la literatura española de posguerra era necesariamente vetusta, provinciana, mezquina y polvorienta. Afortunadamente, casi todos nos curamos antes o después de aquella estupidez. Yo, que había empezado a recuperarme leyendo a Ana María Matute, a Juan Marsé y a Juan García Hortelano, terminé de reconquistar la cordura en aquel libro de relatos que contaba la vida cotidiana de un puñado de madrileños corrientes en el largo, interminable noviembre de 1936. Nunca, hasta ahora, he olvidado esa lección. Aún menos, aquella emoción.

Leer a Juan Eduardo Zúñiga fue descubrir a un escritor que había logrado un equilibrio admirable, casi milagroso, entre la pasión por narrar, por contar historias, y la sabiduría de hacerlo sin caer en las redes del costumbrismo chato, ramplón, cuya amenaza había llevado a tantos de sus contemporáneos al callejón sin salida de una experimentación formal impenetrable. En aquellos cuentos, lo que entonces parecía irreconciliable se conjugaba en una armonía delicada y compacta a la vez. Allí coexistían la inteligencia y la ternura, la potencia y la sutileza, un compromiso ideológico rotundo y una exigencia literaria indiscutible. Para la inexperta novelista que era yo en 1994, Largo noviembre de Madrid –a cuya lectura sucedió inmediatamente la de los otros dos tomos de su trilogía sobre la guerra en Madrid, La tierra será un paraíso y Capital de la gloria– fue un regalo tan precioso como inesperado, una puerta abierta en un muro inexpugnable, una de esas experiencias literarias que bastan para confirmar una vocación.

Conmigo viajan desde entonces los hombres, y sobre todo las mujeres, de los relatos de Zúñiga, la desazón de esas pocas figuras solitarias que transitan de noche por las calles de una ciudad bombardeada, su angustia y su deseo, la vida que hierve en su interior mientras todo se desintegra a su alrededor, tan dignas, tan humanas en su hambre de amor como en sus dudas, sus mezquindades, en la dolorosa incertidumbre que las acompaña. Maestro indiscutible de un género difícil, la mayoría de sus relatos contienen sugerencias suficientes como para desarrollar novelas más que medianas, pero resultan a la vez lo bastante intensos, incluso suculentos, como para saciar el paladar del lector, que no echa de menos ni una palabra más de las que contienen. Así, Zúñiga ha inventado un mundo completo que cabe en los exactos límites de Madrid, que le pertenece a él y a su ciudad, y que sin embargo logra describir con precisión la compleja naturaleza de la vida en cualquier otra ciudad en guerra, en cualquier época, en cualquier lugar de cualquier continente.

Hace sólo unos días recordé todo esto en una tarde de otro noviembre de Madrid, en el homenaje que ofreció la St. Louis University a un escritor admirable.

Allí me enteré de que, aunque jamás lo hubiera creído, era la primera vez que Juan Eduardo Zúñiga recibía un homenaje semejante.

Este país nunca dejará de sorprenderme.

www.almudenagrandes.com

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

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