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Tribuna
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El mito de la independencia en Cataluña

El auténtico hecho diferencial radica en la desigualdad entre pudientes y desposeidos, no en el lugar de nacimiento

España es plural, sin duda, pero ¿en qué consiste esa pluralidad que se pregona y que reclama diversidad política, incluso la secesión? Los que arrogan la pluralidad como argumento definitivo, reivindican la diferencia -el hecho diferencial- como justificación de la independencia política. Pero la diferencia no ha sido nunca un buen argumento histórico para erigir un estado. Porque diferencias significativas en la biología como la condición femenina (women´s country), o la infancia (el país de los niños) o el paraíso de los perturbados como Narragonia, sólo han existido en la fantasía de un fabulador. La actitud en estos casos en los estados modernos no es tanto la diferenciación sino justo lo contrario, la no marginación, la unificación en valores y derechos. Recordemos una variante biológica, la raza. Malcolm X reivindicaba un estado negro (black power) que nunca prosperó. Sí se logró un estado racista con resultados trágicos en el estado ario del III Reich. Acertó, sin embargo, el estado unificador sudafricano de Nelson Mandela. O, en fin, entre los argumentos míticos, los psicológicos, como “nuestra forma de ser” (Pujol) o el “somos como somos”, como si los catalanes fueran diferentes y a la vez clónicos como los soldaditos de plomo.

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Más allá de la biología también se utiliza la cultura como argumento de distinción.. La religión, por ejemplo, ha logrado con resultados cuestionables un estado religioso como Israel (pueblo elegido) o el actual Irán (estado islámico), fuente constante de conflictos.

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La España moderna nacida de las Cortes de Cádiz en 1812 es la que permite integrar la diversidad en derechos del individuo, y que se opone a los feudos del absolutismo. La diferencia que trata de superar es entre ciudadanos libres y súbditos sin libertades. Pero creado el estado libre occidental, una vital diferencia persiste -y que, de hecho, determina cualquier proyecto individual-, cual es la secular división, urbi et orbi, entre ricos y pobres. Esa es, en mi opinión, la gran diferencia que ha desafiado al estado moderno y que tan sólo parcialmente se ha resuelto en el mundo. Y los pobres también anhelaron un estado propio. Sin embargo, la Ciudad de Dios agustiniana, religiosa pero igualadora de las condiciones de los hijos de Dios, no es de este mundo. Y sí pudo ser de este mundo el estado comunista, pero la clase trabajadora debía aniquilar a la otra clase.

Las grandes diferencias entre los ciudadanos no se originan del azar de nuestro lugar de nacimiento por mucha “personalidad histórica” o lingüística que atesoren. Hay países nacidos de la emigración con fuerte personalidad. Si nos asomamos a la ventana comprobaremos que la España verdaderamente plural, la que estigmatiza y condiciona, es la España de la inmigración y la del paro, como colectivos que concentran la pobreza (25% en nuestro país), la marginación y la incultura. Esa es la verdadera España desigual, la de los pudientes y los desposeídos a la que se suman de nuevo los desahuciados dramáticamente de sus viviendas. El impago de los elevados intereses de los bancos y los desahucios fueron la causa principal de la rebelión en la Comuna de Paris (1871) que acabó con 50.000 fusilados.

Cuesta entender que partidos que se autoproclaman progresistas exijan separaciones de mayor o menor calado

Es difícil, por tanto, entender desde un ámbito de los valores la demanda del hecho diferencial si no es para la obtención de privilegios o por el rechazo interesado al otro. La independencia fue comprensible tan sólo del estado colonial o del estado opresor. El nacionalismo ha marcado con sangre a muchas generaciones como han demostrado los terribles conflictos sociales de la todavía no superada Europa de las naciones. Recuerdo un amigo catalán que me decía “amo demasiado a Cataluña como para ser nacionalista”. Sí, Cataluña es plural en el mejor sentido de la palabra y siempre supo serlo.

Aprovechar un duro momento de debilidad y de severa crisis económica, en que los espíritus son vulnerables, para reclamar sus líderes nacionalistas un estado es un oportunismo que no se concilia con la ejemplar madurez de la mayoría catalana. También sorprende cómo se malutiliza otro de las grandes patrimonios de los catalanes: su tendencia al acuerdo y al pacto, o su rechazo al enfrentamiento, con una estrategia independentista diseñada con cierto espíritu comercial (reclamar diez para conseguir cinco, hipertrofiar la magnitud y sentido de las manifestaciones, generar estudiados titulares, esconder la mano tras lanzar piedras, por si acaso). Para un mestizo madrileño con raíces catalanas no imagino nada peor que poder distanciarme de los individuos vascos o catalanes o gallegos. No es justo. Desde fuera de Cataluña reivindico mi derecho a la voz y el voto en este agobiante asunto político.

Si entendemos que la izquierda representa los valores frente a los intereses, cuesta entender que partidos que se autoproclaman progresistas exijan independencias de mayor o menor calado. Porque izquierda y nacionalismo, son términos antagónicos de origen. Ningún valor encierra la diferenciación, no así la unidad en la igualdad, la libertad y los derechos del ciudadano. No olvidemos que es tan largo y difícil unir como breve y fácil separar. Los sentimientos, incluidos los patrióticos, pueden ser nobles pero nunca fragmentadores y deben dirigirse empáticamente a los colectivos humanos, a los individuos de todo el mundo que convergen contigo, y no tanto a las naciones.

En efecto, Cataluña, y también otras comunidades, tienen un problema que resolver: neutralizar con la racionalidad y la solidaridad las voces anacrónicas de los líderes nacionalistas. Nos corresponde a todos, por tanto, y por supuesto a las vanguardias políticas de nuestro país, invertir en esfuerzos para la unidad y no para la diferencia, sin caer en la trampa de ningún tipo de nacionalismo. Y, menos aún, el aventurismo peligroso de reclamar la independencia como fórmula mágica para lograr la riqueza y la tierra prometida. Y con el mayor respeto a los políticos catalanes y a esa honorable clase media confundida con la inteligente y abrumadora propaganda, creo que la propuesta de independencia no está a la altura de los tiempos, y en nada expresa lo mejor de la noble historia modernizadora de Cataluña.

Esteban García-Albea Ristol es profesor titular de la Universidad de Alcalá.

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