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'On the rocks'

Los notarios de nuestro tiempo no contemplan a los bebedores. La ideología del bienestar ha logrado que su onda se expanda desde todos los altavoces posibles, produciendo un efecto placebo. Vivimos en un padigma wellness, que si lo bio y lo eco, los smoothies o el crossfit. Tan sólo con leer las incontables recomendaciones que aparecen en la prensa anida en el lector la fantasía de que alargará su vida, aunque a las pocas horas olvide el misterio de la cúrcuma y se pida un whisky. Porque, según las estadísticas, millones de personas están atentas al reloj cuando se acerca la hora en que se permiten empezar a beber. No obstante, en los medios se trata a la bebida casi como un accesorio más de primavera-verano, bien alejado de los excesos. Cócteles sibaritas con un aire femenino o cartas de gin-tonic que extenúan.

Hoy, tanto el periodismo como la literatura ahogados en alcohol se autocensuran. Basta echar la vista atrás cincuenta años, a los despachos de Madison Avenue de Mad men, por ejemplo, para recrearse con un mueble bar de caoba y escuchar la palabra mágica: trago, una llave para desinhibir la razón, dilatar las pupilas y alcanzar borrosas percepciones. “Para empezar uno se toma un trago, luego ese trago se toma otro, y al final la bebida le ha atrapado a uno”. Francis Scott Fitzgerald, proverbial bebedor, explicaba así, sin circunloquios, cómo el alcohol es, igual que un perro, el mejor y más fiel compañero para las soledades concurridas. Ni la llamada “ficción de temperancia” ni la Ley Seca lograron diluir la íntima relación entre literatura y copas. No en vano, cinco premios Nobel estadounidenses (Sinclair Lewis, Eugene O’Neill, William Faulkner, Ernest Hemingway y John Steinbeck) fueron célebres borrachos.

La lista de escritores es interminable. Desde Baudelaire hasta Djuna Barnes, pasando por Carson McCullers, Dylan Thomas o Malcolm Lowry. Dorothy Parker en las mesas redondas del Algonquin lo dejó bien explicado “Me gusta tomarme un Martini. Dos como mucho. Después del tercero estoy debajo de la mesa. Después del cuarto estoy debajo del anfitrión”. Raymond Carver coordinó junto a Cheever un taller de escritura en Iowa. Bebían de la noche a la mañana, y uno de los ejercicios que más les fascinaba consistía en pedir que los alumnos escribieran una carta de amor como si estuvieran en un edificio en llamas. Kingsley Amis defiende en su recopilación de ensayos Sobrebeber (Malpaso Ediciones) el ejercicio de levantar la copa partiendo de dos ideas básicas: “La conversación, la risa y la bebida están conectadas de un modo especialmente íntimo y profundamente humano” y “la raza humana no ha descubierto otro sistema para eliminar barreras que resulte la décima parte de eficaz y oportuno a la hora de permitirte relacionarte con los demás en un entorno agradable: basta con interrumpir tu sobriedad”.

Pero la ideología del bienestar trata compasivamente, si no con desprecio, a los bebedores. La publicidad del alcohol no está proscrita como la del cigarrillo, pero nadie sale en un plató agitando su whisky on the rocks –Nabokov, en el mítico programa literario de Bernad Pivot, lo hacía pasar por té–. Sería una novedad que este boom por la vida saludable pudiera ahondar en el principio de la resaca metafísica y sus beneficios sobre el autoconocimiento, tal y como la definió Amis padre: “Un cóctel emocional de depresión, tristeza (no son lo mismo), angustia, desprecio de uno mismo, sensación de fracaso y miedo al futuro que se acerca poderosamente al spleen, el estado idóneo para llegar a la Verdad”. Cuando sienta todo esto, le recomendamos que no ponga jazz, ni llame a su madre, ni sienta pena por la humanidad. Pero, sobre todo, no se autocompadezca aunque muera de melancolía. Sólo es una resaca.

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