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Tentaciones
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Sálvame del arte

El arte de hacerse daño

Con el fallecimiento de Chris Burden, recordamos esa época, entre 1965 y 1974, en que los artistas competían entre sí por llevarse a casa quemaduras, cortes, golpes o incluso un balazo

Carlos Primo
'Shoot', de Chris Burden
'Shoot', de Chris Burden

Acaba de fallecer Chris Burden, Estrella de Diego se confiesa definitivamente hastiada por la evolución reciente de Marina Abramovic y Abel Azcona presenta una performance con discurso en la que, por primera vez, no corre el riesgo de morir inminentemente: los signos han hablado, e indican que es un momento idóneo para recuperar seis obras maestras de la edad de oro de la performance, cuando la ruptura de barreras entre la obra y el cuerpo se tomaba de una forma quizá demasiado literal.

Yoko Ono, Cut piece (1965)

Antes de entregarse a la causa de la paz en el mundo y de conocer siquiera a John Lennon (sí, haters, Yoko ya era famosa antes de John), Yoko Ono se sentó en el escenario del Carnegie Hall de Nueva York para inaugurar la performance contemporánea en los círculos neoyorquinos. Durante la acción, los asistentes podían subir ordenadamente al estrado y, con la ayuda de unas tijeras, ir destruyendo poco a poco el vestido negro y la ropa interior de Yoko, que al final de la performance quedaba semidesnuda y, también, algo perturbada. No hay más que ver sus gestos de incomodidad en el minuto 8 de este video para comprender que el mayor reto era la vulnerabilidad del artista: sin normas preestablecidas ni límites de tiempo, Yoko Ono afirmaba que la obra no podía seguir siendo un parapeto entre el artista y el público. Lo demostró con creces.

Chris Burden, Shoot (1971)

Decimos que alguien se da un tiro en el pie cuando hace algo que a todas luces le perjudica. Al americano Chris Burden, pegarse un tiro en el brazo (o, mejor dicho, hacérselo pegar) le supuso conquistar un puesto propio, radical y muy reconocido, en la performance corporal norteamericana. Sucedió en 1971, poco después de haberse encerrado voluntariamente durante varios días en una estancia de su universidad desprovisto de alimentación y de condiciones higiénicas básicas. Posteriormente se crucificó en el capó de un coche para criticar el culto acrítico a la industria del automóvil y apuntaló una trayectoria que muchos han recordado, y con mucha razón, con motivo de su reciente fallecimiento.

Gina Pane, The Conditioning (1973)

Yacer durante treinta minutos sobre una cama metálica bajo la que hay velas encendidas se parece mucho a algunos métodos de tortura reflejados en los manuales de la Inquisición. Sin frailes encapuchados ni crucifijos amenazantes, la artista Gina Pane lo hizo en 1973 para mostrar la resistencia del cuerpo al sufrimiento y escribir una de las páginas más brillantes de la performance radical de los años setenta. Por ello, no extraña que, tres décadas después, Marina Abramovic lo repitiera en el MoMA. Eso sí, con menos velas.

Marina Abramovic, Rhythmn (1974)

Antes de entrar en Gucci por primera vez y de iniciar la larga decadencia que va desde la performance radical hasta el yoga, Marina Abramovic llevó un poco más lejos los postulados de Yoko Ono y se ofreció desnuda al público rodeada de 72 objetos, algunos de ellos cortantes. El reto era permanecer impasible e inmóvil durante horas mientras los asistentes podían emplear los objetos sobre el cuerpo de la artista del modo en que quisieran. Las gentes del mundo del arte tienen fama de comedidas, pero no faltó quien la apuntó con una pistola o trató de agredirla. Por eso, cuando Estrella de Diego se refiere a la suavización de la radicalidad de Abramovic no habla sólo del bótox, sino de la distancia entre sus performances de los setenta y esto.

Joseph Beuys, I like America and America likes me (1974)

A todos nos gustaría quedarnos sólo con lo bueno de los lugares que visitamos, ver Venecia sin excrementos de paloma o pasear por el centro de cualquier capital un sábado por la noche sin despedidas de soltero. El alemán Joseph Beuys no quería pisar suelo americano más allá de lo estrictamente necesario, así que se hizo trasladar en avión y luego en ambulancia hasta una galería de Nueva York donde, durante tres días, convivió con el único ser estadounidense que le merecía respeto: un coyote. Además de poner en práctica su teoría de que el artista podía (y debía) recuperar los vínculos perdidos con la naturaleza, apenas se llevó algún arañazo y, al final de la performance, logró acariciar al depredador con peor fama de la fauna norteamericana.

Ana Mendieta, Blood Signs #2/ Body Tracks (1974)

El trágico final de Ana Mendieta (cayó por la ventana de su apartamento neoyorquino después de una discusión con su marido, el artista Carl André, y hasta ahí pudo demostrar el juez) ha oscurecido el brillante legado de los años en que trabajó como performer y fue una pionera a la hora de abordar cuestiones de género y de pertenencia étnica. Exiliada a la fuerza de su Cuba natal en lo que el gobierno norteamericano definió como Operación Peter Pan, la obra de Ana Mendieta denunciaba la violencia contra la mujer con acciones en las que su propio cuerpo se veía sometido a distorsiones o, directamente, a una versión crítica (y feminista) de las canónicas (y algo machistas) Anthropométries de Yves Klein. En lugar de ejercer como pincel humano a las órdenes de un artista masculino y dominador, era la propia Mendieta quien pintaba con su sangre.

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Sobre la firma

Carlos Primo
Redactor de ICON y ICON Design, donde coordina la redacción de moda, belleza y diseño. Escribe sobre cultura y estilo en EL PAÍS. Es Licenciado y Doctor en Periodismo por la UCM

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