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CARTA DESDE HARLEM
Columna
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Extraño la perspectiva de poder vivir de mi oficio. No podría llevar la cuenta de la cantidad de correos que me llegan pidiendo colaborar gratis en algún sitio virtual

Creo que era Samuel Butler quien decía que la burocracia es un sistema de hoyos conectados por un hilo. Si la metáfora más adecuada para concebir Internet es también la “red”, no será en virtud de que aún las dos hebras más distantes de esa red están, en realidad, vinculadas por contigüidad. Una red es más hoyos que nodos y vínculos –e Internet es sin duda una red en virtud de sus agujeros–. Nunca es esto más cierto que en la relación entre la producción literaria y el soporte de casi cualquier formato virtual. Cuando se echa un texto a Internet es más probable que se escurra como pez chico entre las fibras a que permanezca a bordo.

Tal vez sea por ese mismo motivo que la escritura en línea es, cada vez más, concebida como mera tipografía que rellena un contenedor. Un contenedor que tiene la peculiar característica de no tener fondo alguno. Porque la paradoja de la red virtual es que entre más vínculos la forman, más hoyos genera, y no viceversa. Y esa forma se reproduce en nuestro cerebro: estoy segura de que algún día se probará el profundo daño neuronal que nos hicimos las millones de mentes que paseamos como equilibristas pachecos en los hilos de la red. Yo extraño mi cerebro pre-Internet. Intuyo en mi forma de pensar grandes baches y lagunas: el pensamiento como eterno coitus interruptus.

Pero también extraño la perspectiva de poder vivir de mi oficio. No podría llevar la cuenta de la cantidad de correos que me llegan pidiendo colaborar con un texto en algún sitio virtual. Esos correos siempre terminan más o menos de la misma forma: “Desafortunadamente, no estamos en la posición de pagar su colaboración. Atentamente, el editor”. El otro día probé suerte con una frase semejante: pero el taxista no me dejó montar al taxi, el panadero no me regaló el bolillo y la barman no me disparó la chela.

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