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La paradoja y el estilo
Columna
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Manicura francesa

Observando las manos de Susana Díaz uno puede entrever que no tiene miedo ni al ridículo ni a las modas que vienen y van, ni muchísimo menos a la feminidad

Boris Izaguirre
Susana Diaz.
Susana Diaz.PACO PUENTES

La penúltima semana de marzo había empezado bien. Estábamos dispuestos a comentar el regreso de la manicura francesa al descubrirla en las expresivas manos de Susana Díaz, celebrando su triunfo en las elecciones andaluzas. Pero el caso Neymar lo cambió todo. A bordo de un taxi en Barcelona el día que el fiscal solicitó cárcel para el presidente del Barça, el chófer me comentó: “Es un drama, y nos afecta, yo estoy todo el día en el taxi, ahora con el Bartomeu y Rosell en el banquillo, ¡echándole la culpa a Tito Vilanova, que no se puede defender, hombre, porque no está vivo! Sonará mal pero me tienen jodido, es mucho morro y mucha pasta, tío”.

El taxista de Barcelona no se había fijado, o prefirió no comentar, en la nueva situación de Tania Sánchez (sin trabajo ni novio) ni tampoco en la manicura francesa de la legitimada presidenta de Andalucía, “¿Eso qué es?”. Intenté explicarle que es una técnica de manicura parisiense que tuvo un gran impacto en Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial, al parecer los soldados americanos la descubrieron a través de las novias que la guerra les otorgó en Europa, que también les apaciguaban con el bálsamo del sexo oral. Pero eso es otra historia. La manicura francesa consiste en una elegante capa de esmalte blanco aplicada en las puntas de las uñas, mientras el resto permanece cubierto de un esmalte transparente o ligeramente rosado. En el jolgorio sevillano por el triunfo de Susana no era fácil fijarse en ello y, además, su cabellera champagne y el impermeable verde menta, que parecía envolverla como un caramelo, competían en atención con su felicidad. Pero allí estaban, recién hechas, quizás para darse un respiro y meditar un poquito sobre todo lo que esas uñas tendrán que agarrar, soltar o firmar.

Observando esa manicura sevillana uno puede entrever varias cosas de Susana Díaz. No tiene miedo. Ni al ridículo, ni a las modas que vienen y van ni muchísimo menos a la feminidad. Que es algo que la diferencia del resto de otras políticas nacionales. Quiere darnos una imagen pulcra y secretarial. Eficiente y coqueta. Y quizás forme parte de su empeño en que la veamos cercana a la tierra o a la calle. Pepa Bueno le pregunto en la SER qué pensaba hacer el día después de las elecciones. Respondió: “Currar”.

Lo que sí debería es pulir sus respuestas con respecto a Pedro Sánchez. “Es normal”, le dijo a la estrella de la mañana cuando quiso saber cómo era la relación entre ellos. Y esa es la típica respuesta que las starlets del cotilleo ofrecen al empezar o terminar una exclusiva sentimental. ¿Tan normal como la que mantiene con la juez Alaya?

Entre la juez y la presidenta existe un ceñidísimo duelo estilístico. Mientras la presidenta Díaz es expansiva, colorida y juguetea con el barrio y lo rural, la juez Alaya es funcional, severa y pelín inquisitorial. Aunque llena de finura urbana sus arreglos y apuesta sin dudar por un nuevo minimalismo andalusí.

Sabemos que a las damas de la política les disgusta que hablen de su vestuario, pero entre la juez y la presidenta se da ese desafío diario, una perfecta mezcla de política, lidia y vestimenta que no podemos dejar pasar. ¿Serán cuatro años de alto voltaje estilístico? Son tantas las citaciones y celebraciones en Andalucía que exigen respetar un código de vestuario que será muy difícil no encontrar titulares sobre este duelo de uñas esculpidas.

El regreso de la manicura francesa pilló a Rosa Díez apartada de las tendencias. Y allí sigue aferrada. Siempre nos resultó inquietante que Díez no calibrase la oportunidad de ser una Señora Robinson que le ofrecía el Graduado a Albert Rivera. Quizás si hubiera descubierto los beneficios de la manicura francesa, Rosa sería una mujer más feliz tras estas elecciones.

Otra mujer, de absoluta ficción, empieza a convertirse en referencia aunque sin manicura francesa. Es La Cenicienta, la célebre heroína buena y bendecida por la magia ideada por un francés y requetemejorada por un estadounidense. Disney vuelve al ataque esta vez con una versión real, no de animación, y dirigida por Kenneth Branagh, el niño prodigio que explotó a Shakespeare durante los años noventa. Esta Cenicienta es como un nuevo Jesucristo: las humillaciones a las que la someten su madrastra (una Cate Blanchett en plan Liberace) y sus hermanastras, inspiradas en las hijas de Sarah Ferguson, sirven para forjarle un carácter donde la bondad es iluminación y guía. Cuanto más buena y torturada eres más seguridad tienes de que la magia vendrá en tu ayuda, te conducirá al amor y al éxito tanto en el matrimonio como en la Jefatura del Estado. Porque eso le sucede a Cenicienta, que enamora a un príncipe, con virilidad a prueba de mallas color porcelana y muy preparado para la más alta gestión pública. El día que vi la película en Miami tenía delante una fila de jóvenes japonesas cargadas de golosinas riendo y suspirando durante toda la proyección. Y en la fila de atrás una fila de gais musculados con sus bebidas vitaminadas empáticos con la madrastra, reilones con el príncipe y sobre todo seducidos por esta nueva Cenicienta. “Más que reina”, me confesó uno de ellos, “yo la veo como Hillary presidenta”. Sin corona pero con manicura francesa, la princesa Susana se le adelantó.

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