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De la pesadilla a la cocina

Inmigrantes que llegaron en patera y hoy trabajan junto a los chefs más prestigiosos del país. Solidaridad y superación

El chef Javier Muñoz Calero (a la derecha) remata un plato con su ayudante de cocina Yossouf Diarra.
El chef Javier Muñoz Calero (a la derecha) remata un plato con su ayudante de cocina Yossouf Diarra.Luis Rubio

Son casi las dos de la tarde de un jueves luminoso, y los primeros clientes empiezan a asomar por el estrecho camino ajardinado que conduce a Sacha, un restaurante de la zona norte de Madrid que parece un bistrot parisino, apreciado por su recoleta terraza y muy del gusto de aquellos que no se sientan a comer en cualquier sitio. En la puerta, Abdoulaye Qulibally, un larguirucho chico de Malí de 27 años, ayudante de cocina, se encoge como si quisiera pasar inadvertido. “Trabajar aquí me ha cambiado la vida”, admite. “He entendido lo importante que es ayudar a los demás”.

Abdoulaye entró allí hace dos años, sin experiencia; el chef Sacha Hormaechea creó un puesto de trabajo para él. Ahora forma parte del equipo de postres del local. Abdoulaye (o Abdou, como le llaman sus compañeros) es parco en palabras, pero sonriente y de mirada pícara. Sacha lo trata como si le tuviera afecto pero intentara disimularlo. “Ya cocina bien”, dice Sacha con orgullo contenido. “Las filloas, uno de nuestros postres clásicos, las hace él y las hace bien”.

Es difícil imaginar qué esperaba encontrar Abdou en España mientras se dirigía hacia nuestras costas en patera, hace seis años, huyendo de la pobreza y la marginación a la que le abocaban el color de su piel y su pelo (es negro albino), pero seguramente no tenía mucho que ver con el glamour de la alta cocina. Probablemente los cocineros estrella tampoco sospechaban que podrían llegar a acoger a inmigrantes sin papeles. Lo han hecho posible los responsables de la Fundación Raíces, gracias a cuyo programa Cocina conciencia una veintena de prestigiosos chefs del país han contratado a cerca de 70 chicos y chicas, la mayoría inmigrantes, sin referentes adultos y en situación de exclusión social. La idea no es solo darles trabajo: es integrarlos en la sociedad, enseñarles un oficio, y brindarles una persona de apoyo; un sustituto de la figura paterna que quedó al otro lado del mar. Casi todos ellos, como Abdou, sueñan con seguir los pasos de sus mentores. “Lo primero que le dije”, recuerda Sacha, “es que si aprovechaba todo lo que da esta profesión, podría trabajar de cocinero en cualquier lugar del mundo”.

Inmigrantes menores de edad

La Fundación Raíces la creó en Madrid, en 1996, Lourdes Reyzábal, psicóloga, descendiente de una familia de empresarios inmobiliarios; pronto se unió su marido, el abogado Nacho de la Mata, que dejó su trabajo en un bufete y unas oposiciones a la abogacía del Estado para volcarse con los desfavorecidos. Desde 2003, Nacho convirtió en una cruzada personal su defensa jurídica de los inmigrantes menores de edad, que, en muchos casos, como descubrió con estupor, en vez de encontrar en España el calor de la ley eran devueltos a sus países sin contemplaciones. “Sin abogado, sin notificarles la resolución de repatriación, sin que sus familias lo supieran, sin que los educadores que estaban con esos chavales lo supieran...”, recuerda Lourdes. “Llegamos a documentar más de 250 casos”. Tras varios años batallando en los tribunales, Nacho logró que un juez bajara del avión a un niño a punto de ser repatriado y, más tarde, una histórica sentencia del Tribunal Constitucional que paralizó definitivamente las repatriaciones.

En 2010, Lourdes y Nacho se inventaron Cocina conciencia con Cristina Jolonch, una periodista de Barcelona que, impactada tras escribir un reportaje sobre inmigrantes menores de edad, consiguió que el cocinero Andoni Luis Aduriz, de Mugaritz, en Rentería (Guipúzcoa), se prestase a contratar y formar a uno de estos chicos. El siguiente paso fue plantearse: ¿podemos hacer lo mismo en otros restaurantes?

A los pocos días, Nacho de la Mata se lo propuso al chef Javier Muñoz-Calero y Cocina conciencia empezó a crecer. “Nacho me cautivó desde el primer momento”, dice Muñoz-Calero sentado en el pequeño y algo revuelto despacho que tiene montado en el sótano de Muñoca. A sus 36 años, es uno jóvenes cocineros/emprendedores más valorados de la restauración madrileña: suyos son algunos de los locales más en boga de la capital, como Tartán Roof, en la azotea del Círculo de Bellas Artes, El Perrito Faldero o este Muñoca, antes tasca, ahora elegante salón chic.

El doble de exigencia

Muñoz-Calero, que ha llegado a tener hasta ocho chicos trabajando en sus restaurantes, los invita a su casa en Nochebuena, pero asegura que les exige el doble que al resto. “Les cambio de sitio de trabajo, les amenazo con echarles, y al final consigo que les guste la cocina”. “La exigencia es buena para nosotros”, dice Yossouf Diarra, ayudante de cocina en Tartán Roof. Es un chico tímido de 22 años y cuando habla de Muñoz-Calero le tiemblan los labios de emoción: “Lo es todo para mí. Como un hermano”.

Cuando tenía 16 años, Yossouf llegó a España en patera desde Costa de Marfil. En Madrid, la siempre dudosa prueba ósea (una radiografía de muñeca que determina la edad con un notable margen de error) jugó en su contra y, a punto de ser repatriado, acudió a Nacho de la Mata. “Nacho me dijo: ‘Te voy a conseguir un trabajo y vas a salir adelante, pero tenemos que luchar y ser fuertes”. Y eso hizo: sin conocimientos de cocina, se aplicó y aprendió. Ahora vive en un piso de tres dormitorios que ha alquilado con dos amigos y se ha echado una novia hispanobrasileña.

Más difícil si cabe lo tuvo Bilal el Meghraoui, marroquí, que de hecho fue repatriado de forma ilegal y una sentencia sin precedentes ordenó que se le trajera de vuelta. Había venido a España con 15 años, desesperado, para costear el tratamiento médico de su madre, enferma. Ahora trabaja en el Tickets Bar, en Barcelona (una estrella Michelin), y el chef Albert Adrià le ha hecho jefe de partida.

En 2013, UNICEF otorgó un premio a Nacho de la Mata por su labor. Por desgracia, fue un premio póstumo: Nacho falleció en 2012, con 38 años, de un tumor cerebral. Hoy, Lourdes Reyzábal sigue la labor que comenzó con su marido. “Cocina conciencia es un regalo”, asegura. “Solo deseo que llegue el día en que deje de ser necesaria”.

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