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Tribuna
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El final del ciclo

Hace falta un proyecto nacional común para detener el proceso de descomposición

El 8 de noviembre de 2011 en una tribuna publicada en este periódico argumentaba los motivos que me llevaban a anunciar el final del ciclo que se inició en la Transición. El bipartidismo que resultó de aquel proceso se acercaba a su fin, no porque Podemos fuera a emerger con fuerza en las elecciones europeas de mayo de 2014, sino porque desde hacía tiempo el orden establecido se había hundido en la corrupción y la impotencia.

Podemos no es el agente criminal que amenaza el orden constituido, sino, al contrario, la mano salvadora que aspira a resucitarlo. Que esta sea su pretensión parece obvio; en cambio, que pueda conseguirlo es algo ya mucho más dudoso.

Para alcanzar una amplia representación en las elecciones generales de diciembre de 2015 Podemos ha tirado por la borda su estrategia anarquizante de movilización social y reproduce cabalmente el tipo de partido de la casta: un secretario general con todos los poderes, al que apoya un consejo ciudadano de fieles elegidos directamente por el líder. Según se acerque la fecha de votar, el programa electoral, todavía por confeccionar, se hará cada vez más centrista.

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Si Podemos se mantiene fiel a su propuesta de llevar a cabo una nueva Constitución, uno de sus distintivos será sin duda ser republicana, con lo que se cerraría el ciclo que empezó en la Transición. Si para mantenerse en el poder no efectuara mayores cambios, el régimen se desplomaría de suyo.

Parece muy improbable que con Podemos o sin él quepa resucitar a un régimen que se descompone a gran velocidad. En primer lugar, a la superposición de la crisis económica con la del modelo productivo que ha traído consigo un desempleo de un 24%, que en los jóvenes supera el 53%, hay que añadir una crisis política y moral de enormes dimensiones que afecta al conjunto de la sociedad.

Parece improbable que quepa resucitar a un régimen que se descompone a gran velocidad

Para ser competitivos en el mercado mundial necesitamos una mayor productividad, es decir, producir más, con menos mano de obra, o al menos con salarios más bajos. Pero dados los que rigen en el Extremo Oriente, queda eliminada la posibilidad de competir en este campo. Claro que, ampliando las áreas de producción, cabría en principio aumentar productividad y empleo, pero siempre que se cuente con la inversión necesaria y de una mano de obra capacitada. Ni que decir tiene que resulta difícilmente empleable buena parte de la que la construcción ha expulsado y la agricultura sigue expulsando.

La industrialización de nuestros productos agrarios ofrece grandes oportunidades, aunque exija un empleo especializado, como queda patente en Andalucía, donde se presentan las mejores perspectivas en este ámbito y, sin embargo, el desempleo sigue aumentando.

Dada la inestabilidad socioeconómica y política por la que pasan nuestros competidores en el Mediterráneo, el turismo da ya buenos frutos y sobre todo anuncia mejores perspectivas. El sector seguirá acogiendo a una buena cantidad de mano de obra no especializada, pero no cabe subsistir en una España de camareros.

Ahora bien, todas las oportunidades que sin duda en teoría cabría señalar para salir de la crisis económica y encauzar un nuevo modelo productivo quedan inhabilitadas por tres obstáculos que parecen insalvables: la corrupción que nos asfixia, el desastre de nuestro sistema educativo y la falta de una visión de futuro para el conjunto de España. Tres grandes males que no parece probable que podamos superar en un futuro cercano, y que nos avisan de que el ciclo que se abrió con la Transición estaría finalizando.

A pesar de que no haya saltado a la superficie más que la punta del iceberg, el grado de corrupción al que ha llegado la clase política, dentro de una relaciones económicas y sociales en las que predomina el compadrazgo, propio de la cultura mediterránea, supera con mucho lo imaginable. Está presente en todos los partidos que han tocado poder, desde Izquierda Unida al PP, pasando por el PSOE y los partidos nacionalistas, y en todas las autonomías, aunque con grados de intensidad diferentes, tal vez debido a lo azaroso de que llegue la información pertinente.

Los grandes males son la corrupción, la educación y la falta de visión de futuro

Lo más destructor es que las sospechas de corrupción en torno al partido que gobierna, que incluso señalan directamente al presidente y a otros miembros del Gobierno, no surten otro efecto que un discurso vacuo en el que se califican de excepcionales los casos que se van conociendo. En vez de encararla en el momento en que se detecta, se traslada a los tribunales, conscientes de que los procesos son lentos y cabe alargarlos lo que convenga, con lo que el desenlace se posterga en la lejanía. Mientras tanto se intenta salir del paso apelando a la lucha contra la corrupción, que en el futuro —siempre en el futuro, y nunca en el presente— se perseguirá de manera implacable, como si en democracia tampoco contase la opinión pública ni hubiera que exigir responsabilidades políticas de inmediato.

La corrupción está socavando a tal profundidad el régimen que se ha convertido en la señal más clara de que el ciclo esté llegando al final. Posibilidad que refuerza la fragmentación y debilitamiento de las clases medias, que buscan nuevo protector, tanto a la izquierda como a la derecha. Podemos sabe que su acceso al poder exige atraerse los sectores medios, cada vez más debilitados, con un discurso que vaya limando los anteriores desafíos anarquizantes.

El segundo gran mal proviene de la educación. Es un tópico de dominio general que nuestro sistema educativo es la causa principal, tanto de nuestros problemas económicos, como del distanciamiento de lo público de una buena parte de la población que hace a la democracia poco operativa. Todas las reformas en el sistema educativo que se han llevado a cabo no modifican errores garrafales heredados de un pasado dominado por los saberes eclesiásticos. Como muchos no son conscientes de ello, no me queda otro remedio que sumergirme en un tema escabroso con una brevedad que pudiera confundir más que aclarar.

El mayor defecto de nuestra enseñanza en todos los niveles consiste en transmitir conocimientos enlatados, como si fueran verdades definitivas. No cabe insistir lo suficiente en que no hay verdades válidas por sí mismas que haya que ir acumulando en el magín. Tampoco los saberes están jerarquizados en orden de mayor o menor importancia. La que tenga cada uno depende de cuál sea nuestro interés cognoscitivo. Si quiero saber esto, unos serán los conocimientos que precise; y otros muy diferentes, si quiero saber cosa distinta.

En suma, no se trata tanto de transmitir conocimientos, por mucho que estos se califiquen de básicos, ni de dominar áreas de conocimiento ya estructuradas, sino de despertar la curiosidad, facilitando que se hagan las preguntas pertinentes para lograr respuestas, más o menos atinadas. Lo decisivo es hacerse preguntas, y aprender cómo se llega a responderlas. Insisto, solo se aprende en un esfuerzo personal por responder a cuestiones que previamente nos hemos planteado.

Termino afirmando que el síntoma más claro de que estamos llegando al final del ciclo es la falta de un proyecto nacional, capaz de barrer tanta carroña como la que arrastramos. A los que defienden a todo trance la unidad de España, habría que preguntarles para hacer qué hemos de permanecer unidos. No basta una historia común, si no se tiene un proyecto común para el futuro. Mientras no contemos en este punto con una respuesta convincente y ampliamente mayoritaria, el proceso de descomposición seguirá adelante.

Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología y autor de España a la salida de la crisis.

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