Mamita
Lo que más amamos, y lo que más nos ama, es también lo que mejor nos aniquila
Mi madre como mami, te quiero. Mi madre como mami, sos lo más lindo del mundo. Mi madre como feliz día, mami. Mi madre como por favor, mami, basta, no me grites más. Mi madre como no ves, tarado, que no servís para nada. Mi madre como mi chiquito, pobre, siempre tan tonto. Mi madre como sos una inútil, te dije que trajeras leche entera, no descremada, ahora vas y la devolvés y no llores porque encima te vas a ligar una cachetada. Mi madre como callate, mariquita. Mi madre como tengo cosas más importantes que hacer que ocuparme de tus pavadas. Mi madre como sos un fracaso. Mi madre como si no tenés zapatos es por culpa del hijo de perra de tu padre, que no me pasa plata. Mi madre como qué papelón que hiciste en el acto del colegio cuando te olvidaste la letra, que sea la última vez que me hacés eso, ¿oíste? Mi madre como un hijo mío no se mea en la cama. Mi madre como una hija mía no sale así a la calle. Mi madre como qué carajo te hiciste en el pelo, ridícula. Mi madre como callate, infeliz, siempre hablando estupideces. Mi madre como no servís para nada. Mi madre como no sé para qué te parí. Mi madre como soy tu madre y sos mío, mía, de mí, para mí, por mí, mi pequeño juguete de carne, mi insecto, mi muñón, mi pedazo de nada. Leí un poema de Louise Glück —“desde el principio,/ desde niña, creí/ que el dolor quería decir/ que no me amaban./ Que amaba, quería decir”—, y me pregunté con cuánta vida se pagan esos golpes que no dejan marca ni los huesos rotos. Cuánto habría que vivir —y cuánto coraje sería necesario— para entender que lo que más amamos, y lo que más nos ama, es, también, lo que mejor nos aniquila.