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Tribuna
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Suma de fracciones populistas

Jordi Pujol debilita tanto la Cataluña real que refuerza los extremos

Aquella plaga de filoxera que, a finales del siglo XIX, devastó los viñedos de Cataluña y otras partes de España parece un precedente simbólico del caso de Pujol. Al fin y al cabo, el catalanismo político también es del siglo XIX, a partir de un mix diligente de proteccionismo, efusión romántica, crisis del 98, tradicionalismo, propensiones particularistas y una dosis de Ilustración que ahora mismo se echa en falta. Con las fugas fiscales del expresidente de la Generalitat y el iceberg de la dinastía Pujol, es insondable el estupor de su electorado y de las clases medias que en general confiaron en él, incluso más allá de la política. No hay ingeniería hidráulica que pueda atajar el imprevisible efecto electoral y de opinión pública que van a desatar las aguas turbulentas que Jordi Pujol ha conjurado.

Es una extravagancia o un abuso de voluntarismo suponer que el asunto Pujol no tendrá ningún impacto en el proceso secesionista. En primer lugar, puede paralizar el voto de centro, ubicándolo en la abstención o en una descomposición que no sería beneficiosa para una sociedad que busca salirse de la crisis recurriendo a las dosis de confianza política, estabilidad institucional y seguridad jurídica que son imprescindibles para que una economía se recupere y crezca. Y, en segundo lugar, cada vez se detecta con mayor claridad que muchos más votos que andan extraviados irán a parar a los extremos, por la radicalización aún más acentuada del ultraindependentismo y por su incipiente alianza con la pujanza populista de Podemos.

Por ejemplo: los postulados abertzales de la CUP coinciden con Podemos en la reivindicación de la ejemplaridad del chavismo. Son afluentes de un mismo río, al que se incorporan movimientos de última hora como Guanyem, decidido a impactar en las elecciones municipales, especialmente en Barcelona. Viejas conducciones de reacción y descontento acaban por encauzar la antipolítica, en busca de una nueva política que no tiene soluciones, sino que en sí misma será otro problema. Al menos a medio plazo, en Cataluña la suma de Podemos y el independentismo asambleario perfila una emergencia de vértigo.

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Ahora sería un efecto ilusionista que alguien saliera a escena con una redefinición del catalanismo bajo el brazo

Hechos trizas por el caso de Pujol, los ya menguados vestigios del catalanismo clásico en Convergència y, sobre todo, en Unió no saben ni siquiera si es posible salvar los muebles, mientras que Esquerra Republicana, la más arcaica de las facciones políticas al sur de los Pirineos, avanza sin entender hacia dónde. Obtendrá dominio municipal, pero sin saber muy bien para qué, salvo para asentarse ampliamente en el poder y reemplazar la maquinaria electoral y clientelista que ha sido Convergència.

En política, las carambolas son de temer. Al final, Jordi Pujol va a dar el supremo aval al populismo antisistema. Merece el podio en el grand prix de la desarticulación de una sociedad. En Cataluña, muchas cosas habrán de cambiar para que lo mejor perdure, tantas cosas que pueden desfigurar el rostro habitual de una forma de hacer y de estar, tanto en su vertiente acomodaticia como por las capacidades de su economía real y su know how productivo. Con toda una vida presuntamente dedicada a reforzar su idea de Cataluña, Pujol debilita tanto a la Cataluña real que refuerza los extremos. Ahora sería un efecto ilusionista que alguien saliera a escena con una redefinición del catalanismo bajo el brazo. No es imposible, pero eso necesita tiempo y tempo, inteligencia y una voluntad transparente. Las distintas atribuciones de la frustración lo nublan casi todo.

La suma de fracciones populistas, con o sin denominador común, dañará el sistema de partidos en Cataluña antes que en el conjunto de España, precisamente porque el factor independentista favorece el vuelco. Incluso parte de la actual potencia demagógica de ERC podría verse mermada por un populismo tentacular, sin forma, con candidatos cualesquiera y dispuesto a prometer lo imposible. Si se da fatalmente por irreversible el descrédito del bipartidismo, la alternativa de un caos antisistema es alarmante. Es cierto que en Europa otras oleadas antisistema han acabado siendo integradas por el sistema, que al fin y al cabo es el menos malo de todos los conocidos. Está aquilatado por la experiencia, pero es tan frágil como la libertad, especialmente si se enfrenta a la anomia o a la deslegitimación de la ley.

Hoy carece de corrección política abogar por el valor estabilizador del bipartidismo si PP y PSOE están a la altura de las circunstancias y convencen al electorado en vilo practicando la evolución necesaria para una regeneración de la política. El método son los pactos con luz y taquígrafos, el radar para detectar las corruptelas y el bisturí para extirparlas. No es una empresa imposible. De lo contrario, la suma del delenda est Hispania y la mitología de la aniquilación del sistema harán mella en toda España, comenzando por Cataluña. Son cosas demasiado sustanciales para que solo se diriman en la calle.

Valentí Puig es escritor.

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