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EL PULSO
Columna
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Leyendas fundacionales

Uno de los primeros juegos de fútbol de la isla de Manhattan se jugó con cabezas humanas

Harlem tiembla cuando ganan los Knicks. Si juegan los Yankees, se detiene el barrio. En temporada de americano, las familias viven arrejuntadas frente a sus hogueras de pantalla plana y alta definición. El fútbol, en cambio, es un espejismo distante de otro mundo. Acaso en las precarias pantallas de televisión de los establecimientos de migrantes latinos o africanos se puede, alguna vez, ver algún partido. El Mundial, por ejemplo, es un rumor de algo que va a ocurrir un día de estos, o que tal vez ya sucedió, o que quizá ocurra el año que viene –no se sabe si en Brasil o en la Luna, y da lo mismo.

Pocos lo saben ahora, pero aquí el fútbol tiene su pasado y forma parte del conglomerado de leyendas fundacionales de la ciudad –tan crueles y sangrientas que la historia, que siempre la escriben los vencedores, las ha borrado, negado o edulcorado–. Uno de los primeros juegos de fútbol de la isla de Manhattan se jugó con cabezas humanas. En el año de 1643, el director general del West India Company, el holandés Willem Kieft, ordenó un ataque sorpresa contra los indios Weckquaesgeek, pobladores originales del litoral del río Hudson. El ataque ocurrió a ­medianoche, mientras la tribu dormía. Mataron a los hombres primero, pero no titubearon frente a las mujeres y los niños. Cuando al amanecer regresaron sus soldados, victoriosos, cargando con ellos algunas de las cabezas de los caídos, Kieft organizó un partido de fútbol callejero –una versión primitiva del juego, por supuesto–. Lo jugaron las esposas de los soldados, frente a sus hijos, frente a los viejos, frente a otros indios. Tal vez por eso sea justo que aquí el fútbol no sea una fiesta, tal vez lo natural sea ignorarlo lo mejor posible.

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