_
_
_
_
_
ESCALERA INTERIOR
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Noticias del pasado

En aquella época, en España casi nadie hablaba inglés. Juan Carlos, sí. Ésa era una de las virtudes que más se airearon

Almudena Grandes

Y de repente, he vuelto a verme vestida de marrón, una falda de cuadros muy fea, un jersey de un tejido estriado que mi madre llamaba “de canalé” y unas medias de color incierto, de un tono crema tan poco sugerente como el resto. Así era mi uniforme del colegio, la ropa que me ponía todos los días cuando Juan Carlos de Borbón subió al trono.

La noticia de la abdicación del Rey me ha devuelto al pasado. He recuperado algunas imágenes, algunos olores, sonidos de hace mucho tiempo. Las baldosas de mi colegio eran grandes y cuadradas, de un tono rosado, salpicado de manchitas, que asemejaba el de una mortadela barata, muy popular entonces, a la que las amas de casa llamaban “chope”, sin tener ni idea de que estaban deformando un adjetivo inglés, “chopped”, que es el participio del verbo chop, picar. En aquella época, en España casi nadie hablaba inglés. Juan Carlos, sí. Ésa era una de las virtudes que se airearon con más insistencia cuando el Príncipe subió al trono. El nuevo jefe del Estado era alto, rubio y había estudiado en el extranjero. En aquella España encogida y gris, el cosmopolitismo de su biografía representaba en sí mismo una pequeña revolución. En los colegios, aún había muchísimos más alumnos de francés que de inglés.

La abdicación del Rey me ha devuelto al pasado. No consigo relacionarla con el futuro

El aroma a lejía que impregnaba aquellas baldosas, como si fuera un ingrediente más, se entremezcla en mi memoria con el impreciso olor a comida que inundaba los pasillos cuando terminaba la última clase de la mañana. Cuando estaba en casa y llegaba el mediodía, siempre sabía lo que íbamos a comer por el olor de las ollas que hervían en la cocina. En el colegio, no. En el colegio olía a comida, simplemente, como si todos los alimentos participaran del mismo aroma, para anunciarnos que enseguida participarían del mismo sabor, tan insípido, tan soso que era casi un no-sabor. Por fortuna, he perdido la noción exacta de aquel olor espeso y caliente que ya no sabría describir, y sin embargo lo recuerdo, como recuerdo aquella expresión de mi madre, “un jersey de canalé”, que no he vuelto a oír desde entonces. También recuerdo, también de pronto, el regocijo de una de mis compañeras, que se llamaba Margarita y estaba muy excitada ante la idea de tener un rey y una reina, con corona y todo. ¿Y cómo será eso?, se preguntaba y nos preguntaba a las demás antes de responderse a sí misma, yo creo que tener un rey va a molar mucho…

Las demás –porque en la España que ahora recuerdo apenas había colegios mixtos y el estatus social de una familia se medía por su capacidad económica para pagar a sus hijos una educación privada, o como se decía entonces, “un colegio de pago”, habitualmente religioso y segregado por sexos– estábamos menos entusiasmadas que Margarita. En la mayoría de mis compañeras, el motivo no era ideológico, ni político, ni estaba inspirado por ninguna preferencia acerca de la forma de Estado. Las alumnas de sexto de bachiller de aquel entonces no sabíamos opinar sobre casi nada, porque nadie nos había enseñado. En el país donde vivíamos, las virtudes que se cultivaban en las jovencitas eran la disciplina, la docilidad, la obediencia y un respeto a los adultos que se expresaba mediante el silencio. En eso tampoco nos diferenciábamos mucho de los adultos. Nuestra educación se había desarrollado de acuerdo con los mismos patrones doctrinarios impuestos a nuestros padres en la posguerra. Entonces no sabíamos que nos habían educado para vivir en un país que estaba a punto de desaparecer, y que todos los bordados talaveranos, las canastillas para bebé y las lecciones de economía doméstica que habíamos recibido, no nos iban a servir para nada. En eso tuvimos mucha más suerte que nuestras madres, pero eso tampoco lo sabíamos.

No sabíamos nada de casi nada y, por eso, las únicas que nos atrevíamos a hablar nos limitábamos a repetir las opiniones que habíamos escuchado en nuestra casa. Eso recuerdo, y que la princesa Sofía fue a la proclamación de su marido vestida de rosa, con un vestido que llamaba la atención en un hemiciclo donde las mujeres se contaban con los dedos de una mano. Las Cortes, que no el Congreso, de aquella época, eran una cámara en blanco y negro, donde el color predominante era el gris de los trajes de unos señores con chaqueta y corbata que, en el mismo momento en el que elevaron al trono a Juan Carlos, eran ya de otra época, tan triste, tan oscura como su atuendo.

La noticia de la abdicación del Rey me ha devuelto al pasado.

No consigo relacionarla con el futuro.

www.almudenagrandes.com

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_