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Tribuna
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Cementerio virtual

Mantener viva la vasta memoria que implica la nube tiene un alto coste energético

Aunque Walt Disney murió el 15 de diciembre de 1966, algunos aseguran que su cuerpo permanece hibernado hasta que la medicina disponga de un remedio para su enfermedad. Desde entonces, algunas empresas ofrecen este peculiar servicio y tienen a varios de sus clientes alojados en una especie de limbo improvisado, esperando su segunda oportunidad. La hibernación tiene un precio fuera del alcance de muchos, pero la buena noticia, para aquellos que no desean ausentarse de este mundo, es que ahora ya pueden acceder a un sucedáneo más económico de inmortalidad digital.

Para entender en qué consiste esta opción de trascendencia digital, hemos de mencionar al life logger, que viene a ser un individuo que documenta gráficamente cada minuto de su vida, guardando en la nube esa ingente cantidad de archivos fotográficos que genera. Con este ritmo tan prolífico es fácil sobrepasar un terabyte de información por año, que corresponden a unos 1.000 millardos de bytes.

El número de life loggers va en aumento; para hacer que su cometido sea más llevadero, se requiere un equipo mínimo. El más básico es la cámara del móvil, algo al alcance de muchos, si pensamos que solo en 2012 ya se vendieron más de 1.000 millones de tabletas y teléfonos que tenían cámara integrada. Pero si la cosa va en serio, les conviene utilizar aparatos más apropiados, como esas cámaras que se ponen en la solapa del vestido o encima del casco, con disparo automático y lente angular, muy utilizadas en la práctica de deportes, como el skiboard o el ciclismo, entre otras actividades. También pueden considerar otro tipo de artefactos, como unas gafas con cámara integrada.

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Para repasar su álbum de fotos existencial, los life logger apuestan por utilizar un software que automáticamente ordene sus fotos. Existen apps que analizan masivamente las imágenes y las clasifican, según el lugar o tipo de acción que se llevaba a cabo en el momento de la captura (viajes, comidas, fiestas, ciudad, etcétera). A partir de aquí, según dicen, todo son ventajas: pueden revivir cualquier momento de su vida con precisión emocional y temporal, identificar patrones de conducta que hayan favorecido sus actuaciones y logros, encontrar rápidamente las llaves perdidas de casa o tener un remedio efectivo para incómodas ausencias de memoria.

Esta comunidad de pequeños grandes hermanos también tiene su responsabilidad digital

Otros no aspiran a tanto, pero les apasiona fotografiar compulsivamente lo que tienen a la vista y hacerse autorretratos (selfies) con el móvil, almacenando parte de su narcisismo en la socorrida nube.

Pero conviene recordar que la nube no es etérea: tiene silicio y consume energía. Está respaldada por muchos centros de datos que contienen potentes ordenadores en su interior (servidores), donde también se ejecutan multitud de aplicaciones de gran valor y utilidad. Las compañías que ofrecen este servicio venden espacio de memoria y recursos de proceso a los usuarios o bien se los proporcionan de forma gratuita, aunque algunos del sector insisten en que “si un servicio online es gratuito, el producto eres tú”.

Mantener viva esta vasta memoria significa incidir en costes nada virtuales. Cuando hacemos la foto, en forma de “usar y guardar (en la nube)”, estamos activando una serie de acciones poco recomendables ecológicamente, aunque esas imágenes no se impriman jamás.

Hay que pensar que algunas granjas de servidores pueden tener un consumo energético equivalente al de una población. Los ordenadores son muy potentes y están apiñados en línea, rodeados por una ingente maraña de cables. Tienden a calentarse mucho y parte de la energía se destina a mantener unas condiciones climáticas exigentes, algo que puede suponer para algunos centros hasta un 50% de su consumo. Afortunadamente, las instalaciones mejoran, se ubican en lugares remotos e incluso muchos proveedores apuestan por países como Finlandia o Suiza, para aprovechar un clima más idóneo. Pero esta industria no para de crecer y sus necesidades energéticas también, con el consiguiente impacto medioambiental en forma de emisiones de CO2.

Resulta irónico que muchos de nuestros protagonistas quizá no llegarán ni a mirar su preciado álbum de fotos, lo que recuerda a esa dichosa pila de papeles sobre la mesa de trabajo, con montones de asuntos pendientes por revisar. Al final, un buen día, entras con el pie cambiado y decides pasar página, tirando todo ese rastro de procrastinación a la papelera. Algo así podría pasar con este potencial cementerio virtual, que aglutina las fotos de toda una existencia: quizá el juicio final le llegue el día que el gestor del contenido de la nube decida liberar espacio de memoria en sus ordenadores.

Si Walt Disney vuelve a levantar cabeza, se sorprenderá al contemplar como multitud de vidas, documentadas hasta el último detalle, compiten por trascender digitalmente en este mundo, acumulando más material gráfico del que el popular director fue capaz de filmar a lo largo de toda su vida. Pero esta comunidad de pequeños grandes hermanos también tiene su responsabilidad digital y quizá convendría que moderaran algunos de sus hábitos; recordar que esa inmensidad de emociones congeladas, que yacen en lo que puede ser su propio cementerio virtual, utilizan energía y pueden ser algo irrespetuosas con el medio ambiente.

Xavier Alcober es ingeniero consultor.

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