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MANERAS DE VIVIR
Columna
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Del sexo y del amor

En primavera casi todos solemos estar más aturullados, más encendidos y más sentimentales

Rosa Montero

Es verdad eso de que la primavera la sangre altera. A mí, por lo menos, me revoluciona. Al primer rayo de sol con intenciones de perdurar, a la primera tarde templada y perfumada, todas mis células se ponen a bailarle un alegre zapateado a la vida. Y los zapateados celulares, ya se sabe, suelen acabar en un impulso orgánico de perpetuación genética. Quiero decir que, cuando la vida late en las venas, uno suele estar más predispuesto al amor en todas las acepciones de la palabra. En primer lugar, al amor físico (ya digo, el ciego afán de las células por reproducirse: según Nietzsche, el sexo es una trampa de la naturaleza para no extinguirse) y también al amor romántico y mental, que a mí me parece que es como la trampa de la trampa, o sea, el sedoso y emocionante envoltorio que nos lleva al sexo para no extinguirnos.

Total: que en primavera casi todos solemos estar más aturullados, más encendidos y más sentimentales. Así que heme aquí escribiendo un artículo sobre el amor y el sexo. O sea, otro más: a lo largo de mi vida he escrito unos cuantos. Pero siempre hay algo nuevo que decir: es un tema tan inabarcable como el océano. Esta vez, por ejemplo, me ha llamado la atención una noticia que leí no sé dónde sobre el antequino de cola negra, un marsupial australiano pequeñito, parecido a un ratón, que muere, tras aparearse frenéticamente, del agotamiento producido por el atragantón sexual. Por eso el pobre bicho no llega a cumplir el año de vida; madura sexualmente entre los 8 y los 11 meses, y en su primer periodo de cortejo ya se queda frito. Resulta que mientras hace el amor (llega a estar 14 horas seguidas sin parar y cuando termina empieza otra vez) no se alimenta, lo cual le deja rápidamente sin defensas, agotado, presa de las infecciones y de un rápido deterioro físico. Pierde el pelo, le salen llagas, sufre hemorragias y el pobre bicho muere.

Pero lo más fascinante es que, cuando se apresa a un antequino después de haber llegado a su madurez sexual, el animalito fallece a la misma edad que sus compañeros, aunque se le tenga en una jaula y no haya probado hembra. Pero si se le captura antes de haber alcanzado la época de celo, entonces vive plácido y feliz en cautividad y alcanza la longeva edad de dos años y medio. Lo que parecería demostrar que la muerte de la criatura no se debe solo a causas físicas, a la falta de alimentación, al trajín desgastante y aniquilador del sexo interminable, sino que, sobre todo, está el tremendo estrés psíquico del afán sexual, de la necesidad de encontrar una pareja, del cruel imperativo de la reproducción. Cuando los antequinos son capturados antes de conocer esa urgencia, viven tan contentos en su inocencia. No me digan que no resulta tentador hacer un paralelismo con los humanos… Porque, en efecto, el sexo y el amor pueden matar, o eso nos tememos. La sífilis renacentista, la tisis de los enamorados del XIX, el sida como maldición del siglo XX, la metáfora de Drácula y sus besos letales… Eros y Tánatos siempre han caminado juntos, quizá porque el orgasmo es una pequeña muerte capaz de dar la vida, quizá porque intuimos la verdad de la frase de Nietzsche y sabemos que sólo somos actores prescindibles sacrificados en el altar de la primera Ley Orgánica, que es la de la reproducción de los propios genes a toda costa.

Pero todas estas consideraciones desaparecen cuando nos prendamos de alguien, cuando el corazón nos empieza a latir como un despertador antiguo con solo ver a un hombre o una mujer, cuando la engañosa droga del amor nos revienta el cerebro. La pasión, ya se sabe, consiste en inventarse al ser amado. Lo explica maravillosamente Marcel Proust en su primer libro de En busca del tiempo perdido; el narrador, adolescente, ve por primera vez a la niña de sus sueños, unos de esos encuentros que te golpean y te dejan preso. Y el narrador dice así: “Una chica de un rubio rojizo (…) le brillaban mucho los negros ojos (…) y, como yo no tenía bastante de eso que se llama espíritu de observación para poder aislar la noción de su color, durante mucho tiempo, cuando pensé en ella, el recuerdo del brillo de sus ojos se me presentaba como de vivísimo azul, porque era rubia; de modo que quizá si no hubiera tenido los ojos tan negros –lo cual sorprendía mucho al verla por vez primera– no me hubiera enamorado tanto de ella como me enamoré, y más que nada de sus ojos azules”. ¿No es genial? Pura radiografía de la pasión. En fin, todo esto me recuerda una frase del escritor británico Butler: “El pollo es simplemente la manera que tiene el huevo de hacer otro huevo”. Los humanos, encandilados por el espejismo del sexo y el amor, quizá solo seamos la manera que tienen los genes de hacer otros genes. Pero, mientras tanto, cuánto sufrimiento y cuánta gloria.

@BrunaHusky, www.facebook.com/escritorarosamontero, www.rosa-montero.com

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