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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Las rayas rojas

Los poemas de Leopoldo María Panero no eran los de un loco. Él murió convencido de que España era la que lo estaba

Juan Cruz

España es la que está loca, decía Leopoldo María Panero. Se murió en un manicomio, con esa convicción. Sus poemas no eran los de un loco. Además, ¿cómo son los poemas de un loco? Todos estamos locos, lo difícil es aceptarlo. Ahora que la patria parece otra vez intocable, ¿se ofenderá alguien si la llamamos loca?

Por ejemplo, esa frase, "España es la que está loca, yo no", tiene bases estrictamente lógicas; si oyes el lenguaje nacional, a través de los medios o en el Parlamento, llegas a la convicción de que la locura nos asiste. La locura es verbal, la expresión de la indefinición del inconsciente: no sabemos qué decir, pero decimos, y contribuimos todos a un guirigay formidable del que se aprovechan nuestros textos y, en el caso de los que alcanzan ese estadio de la información, nuestros titulares.

El loco, si es que existe esa figura en la que no creía Panero, se distingue por decir lo que pasa por su cabeza con la rapidez de los desinhibidos y de los niños. Lo de que el rey está desnudo es obra de un niño, pero si el niño hubiera tenido unos años más lo hubieran encerrado por loco. Somos como niños, excepto cuando molestamos, que ya estamos locos.

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Somos como niños, excepto cuando molestamos, que ya estamos locos

Ahora ya no es preciso decir el rey está desnudo, pues ya se dijo y es un lugar común que decimos de vez en cuando en nuestra retahíla de ocurrencias consabidas, asertos que se dicen en las conversaciones y en los taxis para poner a prueba la hondura de nuestro pensamiento. Ahora se dice mucho una expresión que sirve, como casi todas, para un roto y para un descosido. Nació para explicar qué no debía hacer Artur Mas y luego se usó para decir qué no debía hacer Mariano Rajoy sobre el asunto de la independencia (o no) de Cataluña. Se decía que no debía haber rayas rojas y se decía, también, que debía haber rayas rojas.

Rayas o líneas, según se quiera ser más geográfico o más bélico. Lo cierto es que esa declaración de espacios, que se ha usado a conveniencia, se trasladó en seguida al espacio mediático y ya nos hemos lanzado líneas y rayas hasta la locura, con permiso del poeta. Somos muy dados los periodistas a reprocharles a los políticos su lenguaje de palo, lleno de lugares comunes y de metáforas de baratillo, pero cuando estas alcanzan carta de naturaleza (de naturaleza muerta, más bien) nos las imponemos nosotros y llenamos las tertulias de lo que dicen aquellos que nosotros siempre decimos que no dicen nada.

Mientras escribo estas líneas (o rayas), escucho en la radio a una tertuliana que alaba a la señora Quiroga, líder del PP en el País Vasco, por amagar con dimitir, “en este país donde no dimite nadie”. No es verdad, ya se sabe, que en este país no dimita nadie; lo que pasa es que dimiten menos de los que decimos que deben dimitir. Pero esa frase ha alcanzado categoría de verdad simplemente porque se dice mucho. Lo dicen, naturalmente, los políticos de la oposición con respecto a sus adversarios naturales, hasta que los adversarios naturales están en la oposición. Como ha pasado con las rayas rojas, los periodistas tomamos ese tópico y lo lanzamos. “Es que aquí no dimite nadie”. ¿Y nosotros? ¿Estamos dispuestos a dimitir nosotros? Las frases las usamos para que aprendan otros. A nosotros nos blindan nuestras rayas rojas.

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