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EL PULSO
Columna
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Los tranvías siguen atropellando en Barcelona

El transporte público se ha encarecido este año hasta un 7,15%. Las movilizaciones de protesta en la ciudad por sus precios se remontan a más de un siglo

Una colada en el metro de Diagonal, en Barcelona, convocada por la plataforma No Paguem.
Una colada en el metro de Diagonal, en Barcelona, convocada por la plataforma No Paguem.ALBERT GARCÍA

En catalán “Millet” rima con “billete”, de modo que el eslogan estaba servido: que el tique, el bono, el bitllet,los pague el saqueador del Palau de la Música. Convocados por la plataforma Stop Subidas Transporte, lo corean cada miércoles por la tarde grupos de personas de todas las edades, algunos de ellos con instrumentos musicales, en vagones y túneles del metro de Barcelona. Ese chaval lleva una T-1 gigante colgada de la espalda. Esas dos treintañeras reparten fotocopias de denuncia. Y mira a ese abuelo: solo se saca el pito de la boca para recitar el precio del metro en las capitales europeas.

A esas derivas postsituacionistas, a esos happenings políticos, los han llamado vagues informatives. Nos informan de que en Barcelona el precio del transporte público se ha encarecido este año hasta un 7,15%; de que es más alto que en París; y de que don Félix sigue en libertad. El primer día fueron tres concentraciones simultáneas, ahora ya son más de cincuenta. Cincuenta bocas de metro de entrada y cincuenta de salida, tras vagar y protestar y agitar conciencias. Repitan conmigo, venga, todos juntos: “¡El nostre bitllet, que el pagui Millet!”.

En la Ciudad Condal, el transporte público tuvo como usuarios exclusivos, durante sus primeras décadas de existencia, a quienes podían permitírselo: los burgueses. Las primeras protestas populares, a finales del XIX y principios del XX, no fueron, por tanto, contra las tarifas, sino contra los atropellos. El tranvía de Sants era conocido como El Rey Herodes y la línea de Sant Andreu tenía como sobrenombre La Guillotina. Los que perdían las piernas o la vida, por supuesto, eran peatones por obligación y no por deporte (la excepción es Antoni Gaudí, que sí podía pagar el billete, pero practicaba un misticismo y un voto de pobreza muy particulares). Fue en los años veinte cuando el tranvía se convirtió en transporte de masas, al tiempo que se inauguraban las primeras líneas de metro. Tres décadas más tarde, los vagones se habían transformado en asfixiantes latas de sardinas. Solo el tranvía contaba con 316 millones de pasajeros anuales. Cuando en enero de 1951 el pasaje subió de 50 a 70 céntimos, la gente salió a las calles y puso a la dictadura de Franco en su primer gran aprieto.

La huelga llegó en marzo. Los ciudadanos de Barcelona dejaron, como un solo hombre, de utilizar el tranvía. Aquel de allí, el que sale en la foto con una gabardina de gánster, seguro que era un esquirol. Los hechos fueron llevados a la ficción por Juan Marsé en Rabos de lagartija: “El lunes día 12, cuando la indignación popular en las calles deriva en un intento de huelga general que desborda el conflicto de tranvías, David acude a su cita con el destino en una bocacalle de Gracia”. Mientras el protagonista fatalmente camina hacia la manifestación de la plaza de Cataluña por la calle de Bailén, nosotros nos quedamos en esas tres palabras que en el año 2000, cuando se publicó la novela, aún tenían otro significado: “indignación” y “huelga general”. Tres palabras que consiguieron que se anulara la subida de precios en 1951. A juzgar por los pequeños éxitos de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca o de quienes protestaron contra la privatización de la sanidad madrileña, en la España de 2014 es inviable que las indignaciones particulares se conviertan en generales. Que las olas, las hogueras devengan marea, incendio. Sin embargo, ahí están las llamas, porque nos siguen atropellando, sí: ahí están.

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