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De indigente a alcalde

A principios de los noventa, más de 200 inmigrantes se instalaron en las calles de Madrid pidiendo asilo Dos décadas después, algunos ocuparon responsabilidades en sus ciudades y se han reencontrado con quien los acogió

Pablo Linde
Inmigrantes subsaharianos, en un piso de la calle Génova donde se alojaron en 1990.
Inmigrantes subsaharianos, en un piso de la calle Génova donde se alojaron en 1990.Nacho Castellano

A principios de los años noventa era poco frecuente ver a un africano negro en España. “La gente te miraba y evitaba sentarse a tu lado en el metro”, cuenta Joseph Osagiobare, nigeriano que aterrizó en Madrid en aquella época, con apenas 20 años. Llegó en una de las primeras oleadas de inmigrantes subsaharianos. Venían de conflictos en sus países en busca de asilo. Y entre 200 y 300 de ellos acabaron acampados en la plaza de España y sus alrededores, en pleno centro de la capital. Décadas después, Osagiobare es una persona relativamente influyente en su país –fue concejal de su ciudad, Oredo, y ahora es asesor de un empresario– y ha buscado a la persona que les proporcionó techo cuando estaba llegando el frío, en el otoño de 1990.

Hacía mucho, desde que en 1999 volvió a su país, que Joseph no sabía nada de Eduardo Mencos, el paisajista que se plantó un día en la plaza de España e invitó a algunos de los subsaharianos que allí vivían a instalarse en un local de su propiedad que había muy cerca de allí, un proyecto de discoteca de la calle Duque de Osuna, en un edificio donde poseía buena parte de las viviendas. A Osagiobare se le ocurrió buscar su nombre en Facebook y lo encontró. Mencos volvió a finales de diciembre de una visita de varias semanas en Nigeria. Ambos quieren volver a “hacer cosas juntos”.

Varios inmigrantes en la Plaza de España, en 1990.
Varios inmigrantes en la Plaza de España, en 1990.

Pero antes de llegar a sus nuevos proyectos, antes de volver a Nigeria, Osagiobare ha recorrido un duro camino y ha visto como algunos compañeros se quedaban en él. Aquella primavera de 1990 llegó a Madrid en avión, como la mayoría de los subsaharianos que acabaron acampados en la plaza de España. Como ellos, pasó por una comisaría en la que, según relata, no sabían muy bien qué hacer con tanto inmigrante: “No estaban acostumbrados a una situación así”. Les remitían a los servicios sociales de Cruz Roja, que les proporcionaba 31.500 pesetas mensuales y les daba una mínima cobertura sanitaria, pero que no contaba con una infraestructura suficiente para facilitarles un sitio donde dormir.

Los inmigrantes pernoctando en el centro de Madrid, tendiendo su ropa junto a las estatuas del Quijote y Sancho, en los jardines de Sabatini, frente al Palacio Real o en los alrededores del templo de Debod se fueron convirtiendo en un paisaje habitual, “un espectáculo bochornoso”, en palabras de Ángel Matanzo, por entonces concejal del distrito Centro del Ayuntamiento en el equipo de Gobierno del PP. La prensa de la época recoge declaraciones suyas como esta: “Si los africanos no tienen dinero para vivir, que se lo dé Felipe González. Para el Ayuntamiento lo primero es atender las necesidades de los madrileños, creo yo, ¿no?”.

Pero ni el por entonces presidente del Gobierno les daba dinero ni el consistorio parecía resuelto a proporcionarles cobijo. Así que la situación continuó durante meses. Como documentación portaban una tarjeta de refugiados temporales que les facilitaban en la policía mientras las autoridades decidían si les daban o no asilo. Sobre todo, descartaban volver a sus países. Llegaron huyendo de guerras y golpes de Estado y temían represalias si regresaban.

Mencos, el paisajista con propiedades en el centro, leía en la prensa lo que iba apareciendo. Proyectaba una discoteca en el bajo del edificio de calle Duque de Osuna, aunque por el momento era un solar sin prácticamente nada. “Estaba todo por hacer”, cuenta. Cuando iba llegando el frío, el Ayuntamiento comenzó a habilitar unas naves ruinosas para instalarlos. Al ver esta situación, Mencos decidió ofrecer a unos cuantos de ellos que vivieran en su local. “Yo no podía darles dinero, pero tenía esa propiedad que podía servirles; algo que después me dio muchos problemas: a la postre, el Ayuntamiento me puso trabas para abrir la discoteca y los vecinos llegaron a decir que quería echarles llevando allí a los inmigrantes”, recuerda.

Una finca en Guadalajara sirvió de vivienda durante varios meses para los subsaharianos.
Una finca en Guadalajara sirvió de vivienda durante varios meses para los subsaharianos.

Lo cierto es que esa fue la sensación de muchos de los habitantes del inmueble. En el bloque a penas quedan un par de aquella época. Amancio Ruiz, de 69 años, es uno de ellos: “Yo no sé si quería hacer un favor a los inmigrantes o no, pero a nosotros nos causó muchos problemas. Les ayudábamos en lo que podíamos, pero no había condiciones higiénicas para que viviese tanta gente, hacían sus necesidades en un cubo. Mencos quería desahuciarnos y, como no pudo, metió a los negros”. No fue el único edificio donde se produjo esta situación; en uno de calle Génova, el casero también dio alojamiento a un grupo con idéntica respuesta vecinal.

Mencos desmiente rotundamente que tratase de echarlos. “Yo simplemente quería ayudar a unas personas que lo necesitaban. Hay que ser muy retorcido para hacer esa interpretación, que no es más que una muestra del racismo que había”, dice. Y relata su historia y su reencuentro con los inmigrantes como prueba de una relación cordial y de amistad.

La situación estalló cuando uno de los inmigrantes murió de una pulmonía. El conflicto volvió a saltar a los medios. Sirvió para volver a concienciar a la ciudadanía de un problema que estaba medio olvidado. Los inmigrantes fueron buscándose la vida, algunos consiguieron el asilo, otros permanecieron como irregulares y muchos se fueron a otros países de Europa.

Un grupo de los que se alojaban en el local de la discoteca se fue a una parcela que Mencos tenía en Guadalajara. Allí estuvieron unos meses viviendo de la leña que vendían y de los conejos que cazaban. Uno de ellos era Joseph Osagiobare, el concejal de Oredo, y otro Victor Enoghama, que se convirtió en alcalde de esa ciudad. “Cuando volvimos a Nigeria con la democracia, en 1999, queríamos hacer cambiar las cosas. Era un sistema muy corrupto y estábamos ansiosos por hacer cosas, por eso nos implicamos en política”, explica el nigeriano. Antes de eso pasó por Inglaterra, donde se estuvo ganando la vida con varios trabajos.

Eduardo Mencos, con la familia de Joseph Osagiobare en Nigeria.
Eduardo Mencos, con la familia de Joseph Osagiobare en Nigeria.

En 2010, ambos dejaron el ayuntamiento. Osagiobare se dedica a asesorar a un empresario que tiene varios negocios en el país. Cuando tres años después se acordó de su “amigo” Eduardo y lo localizó quiso devolverle el favor que había recibido dos décadas antes. Lo invitó a su casa y pasó varias semanas con su familia. Mencos, gran conocedor de África, vuelve con un sentimiento agridulce. Por un lado ve un país absolutamente corrupto, pero por otro cree que hay una generación de emigrantes que volvieron, que han llevado de vuelta todo lo que aprendieron y que pueden mejorar la situación.

Las cosas que quieren hacer juntos todavía no están concretadas, pero tienen que ver con oportunidades de negocio que se abren en el país. “Creo que la mejor forma de ayudar a un estado en desarrollo es invirtiendo, creando riqueza y puestos de trabajo”, señala Mencos, quien años después de una aventura que le dejó una fuerte implicación emocional ha visto con satisfacción que lo que hizo “sirvió para que gente que no tenía nada saliera adelante”.

Sobre la firma

Pablo Linde
Escribe en EL PAÍS desde 2007 y está especializado en temas sanitarios y de salud. Ha cubierto la pandemia del coronavirus, escrito dos libros y ganado algunos premios en su área. Antes se dedicó varios años al periodismo local en Andalucía.

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