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¿Por qué nos gusta tanto burlarnos de lo popular?

El videojuego más comentado del momento, 'Flappy bird', era también uno de los más detestados desde hace varios meses Ahora que ya no se puede adquirir, se ha revalorizado Su historia recuerda nuestra necesidad de criticar lo que a todo el mundo le gusta

Tom C. Avendaño

La imagen de un pájaro que no puede volar ya cuenta, irremediable, con una discreta dosis de poesía. La historia del videojuego que hasta hace unos días protagonizaba tal ave ha resultado ser directamente mitológica. Flappy bird, que así se llamaba el invento, era un videojuego simplón en el que el usuario tenía que dar toquecitos en la pantalla del smartphone para que el volátil pixelado agitara esas inermes alas suyas y se colara entre un sinfín de tuberías. Ese era el planteamiento, nudo y desenlace, todo apoyado por una estética tan retro que antes de empezar una partida nueva casi parecía que había que meter cinco duros en la tarjeta de la nanoSIM. Era adictivo, era frustrante, era popular. Era tanto de todo que tuvo que desaparecer de este mundo.

Justin Bieber. Facebook. Apple. Anne Hathaway y Susan Boyle.  'Keep calm and...'. La Navidad. Lo popular acaba siendo, con y sin motivo, lo peor desde aquella otra cosa tan popular del año pasado

Tan conocido como el título –y esto no es decir poco: se descargó 50 millones de veces–, es la historia de lo que ocurrido este fin de semana: su creador, un joven vietnamita llamado Dong Nguyen, anunció el sábado que iba a borrar la aplicación que le estaba reportando, según admitió él mismo, unos 50.000 dólares al día en publicidad. Sus motivos fueron difusos en un principio y cada uno cambiaba el género de la historia del pajarraco que voló demasiado cerca del sol. El propio Nguyen tuiteó: "Flappy bird es un éxito mío. Pero también arruina mi simple existencia. Ahora lo odio", acaso dando a entender que su discreta creación se había hecho demasiado famosa demasiado rápido como para asimilarlo. Pero también dijo: "La prensa está sobrevalorando el éxito de mis juegos. Es algo que no quiero. Por favor, déjenme paz", como apuntando a una humildad no siempre presente en las historias de éxito occidentales. Hoy sabemos que Dong ha anunciado hoy que lo retiró porque era "muy adictivo".

No hay forma más efectiva de hacerse o sentirse dominante en un entorno que criticar lo que es popular

Se puede creer esa versión porque no hay motivo para no creerla. Pero antes hay que recordar que la web Kotaku recogía un aspecto menos evidente de la historia: Flappy bird era un juego detestado. En redes sociales, en webs, en plataformas: para quien no era un juego terriblemente perfecto era un juego perfectamente terrible. Si se repasa la cuenta en Twitter de Nugyen se encuentran respuestas a mensajes como: "Querido creador de Flappy bird: le odio. Muérase en un agujero". O: "Le odio, a usted y a su puto juego. Rocé una tubería con una pluma, ¿y ya me he muerto? ¡Eso no es realista!". Preguntado, "¿Cuántas amenazas de muerte recibe usted al día?", por un tuitero, Nguyen contestó: "Un par de cientos".

¿Por qué odiar al creador de algo que al final es tan tonto y fascinante como Flappy bird; alguien que no ha dado muestras ni de avaricia ni de ambición ni de ninguno de los pecados capitales de un personaje público? No es cuestión de motivos, porque los esgrimidos son demasiados para llegar a alguna conclusión: la gente lamenta lo arcaico de sus gráficos, lo simple de sus retos, el hecho de que algunos diseños recuerdan demasiado al clásico Mario Bros. Y, claro, el hecho de que sea tan difícil que es frustrante y la posibilidad de que uno muera ante si quiera de empezar a jugar (!). No. Es una cuestión de pasión: a Flappy bird se le ha odiado con ganas.

El instinto de algunas personas les lleva a rebelarse contra una visión uniforme

Hay una respuesta recurrente para estos casos y en ella puede que esté la moraleja de esta historia: hay cosas que se odian porque son populares. Porque gustan a mucha gente. Porque somos una especie que se pasma cuando nace algo que acaba en lo alto de todas las listas, o en primer plano en todas las pantallas, o las palmas de todas las manos, o en las gargantas de todos los jóvenes; pero también somos una especie que se gusta mostrando los puntos débiles a los gigantes y criticando a todos aquellos que no los vieron en primer momento. En España y en el resto del mundo occidental. Daba igual la música que cantara Justin Bieber cuando todavía era menor de edad. Daba igual de dónde vinieran los beneficios de Facebook en 2007. Daba igual cómo sonara el Get lucky de Daft Punk en 2013. Popular es el Harlem Shake. Los pantalones ciclistas. El I gotta feeling. Anne Hathaway. Susan Boyle. La broma esa de Keep calm and... El Gangnam style. Titanic. El iPhone. Los Angry birds. Bob Dylan. Hunter S. Thomson. La Navidad. Este pajarito. Un número determinado de exposiciones a la humanidad y ya se es lo peor desde aquella otra cosa que se hizo tan popular el año pasado. A veces porque los críticos tienen motivos legítimos. A veces solo porque sí.

Nadie ha acertado a decir por qué tenemos un resorte en el cerebro tan suicida que nos lleva a criticar aquello que une a la sociedad. Según el estudio que se consulte se encuentra un motivo definitivo. Podría ser porque hay gente que es rebelde por instinto y no soporta una visión uniforme e indiscutible sobre algo. O porque nos gusta formar jerarquías y, tristemente, como el poder es cuestión de percepción, no hay forma más efectiva de hacerse o sentirse dominante en un entorno que criticar lo que es popular. O a lo mejor es culpa de los medios, que reciben más audiencia en cuanto hablan de algo que es popular. Y la única excusa para hablar de algo que es popular es decir algo negativo. O, lo que es lo mismo, que criticar algo que es popular es muy útil para quien quiera llamar la atención.

Desde que Dong ha retirado su videojuego, las cosas han cambiado. Flappy bird se ha convertido en un artículo de lujo, de entendidos que supieron apreciarlo en su momento. Los iPhones que tienen el original descargado se ofertaron en eBay por 90.000 dólares. Si recordamos lo que se decía de él cuando era popular y lo que cuesta ahora que Flappy bird es algo megaexclusivo, puede que su protagonista –ya sea el del juego, que es ese pajarito que creyó que podía volar pero resultó ser incapaz, o bien su creador, que es lo mismo– acabe siendo lo mismo que cualquier otra criatura mitológica de la cultura popular: la encarnación más perfecta hasta la fecha de una de nuestras pulsiones más características.

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Sobre la firma

Tom C. Avendaño
Subdirector de la revista ICON. Publica en EL PAÍS desde 2010, cuando escribió, además de en el diario, en EL PAÍS SEMANAL o El Viajero, antes de formar parte del equipo fundador de ICON. Trabajó tres años en la redacción de EL PAÍS Brasil y, al volver a España, se incorporó a la sección de Cultura como responsable del área de Televisión.

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