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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Basura

La suciedad de Madrid es una metáfora demoledora del modo en que se gobierna este país

Josep Ramoneda

Decía Humboldt que “toda comprensión es simultáneamente una incomprensión”. De ahí la dificultad de compartir las sensaciones que emanan de las experiencias y la multiplicación de los significados cuando un acontecimiento produce efectos metafóricos. Cambiar el paisaje de la capital de un país europeo decorándola con toneladas de basura esparcidas por sus calles podría ser el guion de una ambiciosa instalación artística que pretendiera hacer emerger la realidad de miseria y fractura social de un país para rasgar el velo del triunfalismo oficial que da la crisis por despedida. Que esta ficción sea realidad, no como consecuencia de la imaginación turbulenta de un artista oportunista, sino como resultado de la respuesta de los trabajadores a un intento de cargar sobre el empleo y los salarios los ajustes del negocio de la limpieza de la capital, la convierte en una metáfora demoledora del modo en que se gobierna este país. Cuando la incompetencia y la obsesión ideológica convergen en una misma persona, en este caso la alcaldesa de Madrid, que pasó una semana hablando del conflicto como si no fuera con ella, se rompe el teatro de las apariencias con que el PP intentaba camuflar sus despiadadas políticas de austeridad. Y empieza a construirse la imagen de un país sin proyecto compartido, que sobrevive como puede, con un distanciamiento creciente entre gobernantes y gobernados, como señalan las encuestas. Y la prensa extranjera saca punta de un paisaje urbano metáfora de la irresponsabilidad, que da pábulo a los tópicos que vienen del Norte.

En este sentido, esta semana ha venido demasiado cargada de basura, de hechos que ponen de manifiesto que el concepto de responsabilidad es laxo en estas tierras. La sentencia del Prestige deja impune una de las catástrofes ecológicas más graves que ha conocido Europa. Once años después, resulta que el Prestige “se hundió porque quiso”, como ha escrito Manuel Rivas. El Tribunal Supremo se envaina el error de la doctrina Parot, acatando la decisión de Estrasburgo, sin que crea necesario explicar a la ciudadanía el porqué de la decisión que ha tenido que rectificar. El ministro Wert, que ha perdido un montón de oportunidades de salvar su dignidad con una dimisión, indigna a Bruselas con la osadía de anunciar una reducción de los Erasmus, cuando la Comisión está trabajando precisamente en lo contrario. Wert no para de experimentarse a sí mismo, con el apoyo incondicional de Rajoy. ¿De verdad el PP está en condiciones de creer que todo le está permitido?

¿Qué tienen en común estos casos, incluido el de Madrid? Que son consecuencia de una politización indebida y de una ideologización obsesiva. Cuando la justicia toma decisiones políticas —y lo fue la doctrina Parot—, se contamina y acaba autolesionándose; cuando la obsesión ideológica se impone —la política como juego de vencedores y vencidos, la negociación como modo de doblegar al adversario, la derrota de los trabajadores como único objetivo del conflicto social—, ocurren estas cosas: la basura en las calles se convierte en metáfora del desconcierto y de las fracturas de un país. Y Europa toma nota.

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