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ESPECIAL BELLEZA

Borrón y cuenta nueva

La belleza regresa a los orígenes para parar los pies al exceso de artificio en el maquillaje. ¿Un verdadero cambio? Solo una treta más, un nuevo disfraz en una historia que se repite

Elsa Fernández-Santos
CORDON PRESS

Es inevitable tomarse el retorno a lo natural con cierto recelo y distancia. No nos engañemos, solo suena a un artificio más dentro de un mundo a la caza histérica de nuevos valores. A la espera del Santo Grial que guíe este futuro incierto, solo queda huir hacia delante. Y es en esa fuga donde nos topamos con la senda perdida de la sencillez y la naturalidad frente al exceso de máscara que ha marcado gran parte de la última década.

Solo era cuestión de tiempo que llegara el hastío ante la fiebre de logos, bling-bling y doble pestaña para dejar paso a un paisaje más desnudo, austero y, ay, auténtico. ¿Pero en este proceso de lavado de cara acaso no deja de ser sintomático que la reina absoluta del disfraz y el maquillaje, la ínclita diva pop Lady Gaga, base su última campaña promocional precisamente en la desnudez? “Para escribir estas canciones he tenido que quitarme todas las pelucas y el maquillaje”, aseguró en septiembre en Londres ante una audiencia que asistió en directo al milagro: el strip-tease capilar de la estrella, que mostró su “verdadero pelo” y proclamó después: “Aquí está el ser humano”. La portada de su nuevo disco, Artpop, diseñada por Jeff Koons, muestra entreverado El nacimiento de Venus de Boticelli y pone sobre la mesa el sueño de un nuevo Renacimiento en el que los códigos de belleza vuelven a estar regidos por la pureza, la simplicidad y el equilibrio.

Que Lady Gaga quiera volver a la pila bautismal quizá solo forma parte de una performance más, pero lo que es seguro es que hemos abusado de la fantasía femenina hasta el punto de deshumanizar los rostros más bellos. Da igual que algunas actrices (Cate Blanchett, Rachel Weisz, Kate Winslet…) pongan el grito en el cielo contra el bótox y el exceso de retoques digitales; en el fondo, todas (ellas también) han participado de la esquizofrenia estética que rige estos tiempos: no vale renegar de los desmanes del Photoshop y las inyecciones para luego acceder a millonarias campañas de publicidad en las que la piel parece todo menos real. Queramos creerlo o no, entre las patéticas fotos en Cuore de la carne algo caída de Kate Moss (o de casi cualquier modelo de su edad) y las de su cuerpo perfecto solo dos revistas más allá del mismo quiosco existe una tercera vía: sin duda, la más atractiva de las tres.

No vale renegar de los desmanes del Photoshop y las inyecciones para luego acceder a millonarias campañas de publicidad en las que la piel parece todo menos real

Ahora toca serenarse, pecar de menos y retomar esa buena costumbre aprendida de nuestras abuelas antes de acostarse: quitarse todo el exceso de la cara. Parece que volvemos (ojalá) al glorioso Images of women (1997), del alemán Peter Lind­bergh, reeditado este año en pequeño formato. Desde su portada, con Beri Smither cubierta de pecas y lunares, el fotógrafo gritaba su amor por la piel de las mujeres a las que fotografiaba. Nunca Linda Evangelista, Tatjana Patitz o Kristen McMenamy, por citar solo a algunas de aquellas diosas, resultaron tan reales. Enfurruñadas, llorosas, arrugadas, tristes… tenían piel, salada y dulce. También tenían cuerpo y alma. Lindbergh, cuya portada en blanco y negro para el Vogue británico del primer mes del año 1990 marcó una era, es en gran medida el responsable de una belleza (espontánea y sin ornamentos, pero inalcanzable) cuyo impacto ha resultado hasta la fecha difícil de imitar.

Las revistas anuncian a coro el fin de la ostentación. Los aires de nuevo rico están mal vistos y empiezan a señalarse como lo que siempre fueron: de mal gusto. La artesanía (de calidad) y el campo (idílico) se presentan como alternativas dignas y sencillas frente a la marea de artificios. Los aires folk nos devuelven a una tierra donde las piedras preciosas ya no son ni el oro ni los brillantes. El negocio (en cremas, en gastronomía, en tejidos…) vuelve la mirada a lo local, a lo ecológico, a lo sostenible. Detenerse, respirar, caminar… En los países nórdicos, el yoga a la carta (varía según la estación y el sexo) es el último grito para los que quieren ejercitar el espíritu y el cuerpo sin estridencias. Las curas de desintoxicación tecnológica son otra novedad que crece: los hoteles para adictos al móvil (no, no se puede subir la foto de la cena al Instagram, ni acceder al último tuit o al nuevo chiste del chat de grupo de WhatsApp) están dejando de ser una excentricidad del futuro para convertirse en una realidad del presente ante el crecimiento imparable de patologías asociadas al autismo emocional que provoca el uso abusivo de terminales de Internet. En definitiva, ofertas de nuevo cuño dispuestas a rivalizar con la ya hortera bienvenida con champán y pétalos de rosa.

Dejemos el ruido y la furia de la verdadera vida salvaje por el encanto de un sueño seguro y bien envasado

Pero más allá de la tendencia del detox digital de los hoteles chamizo de lujo o de las infinitas terapias de belleza natural obsesionadas con conectarnos de nuevo con la tierra que olvidamos pisar, la vuelta a la naturaleza se percibe en todos los terrenos. El arte contemporáneo, tan poco dado a echar la vista atrás, vuelve la mirada a los heroicos tiempos del land art de los setenta, cuando la naturaleza devino en práctica creativa, con exposiciones como Ends of the earth, que se exhibió el año pasado en Múnich y Los Ángeles. Vuelve el interés por proyectos como el del británico Richard Long, que lleva décadas convirtiendo en obra de arte viejos caminos de todo el mundo, y se convierte en éxito un libro tan insólito como Salvaje (Roca Editorial, 2013), que narra el viaje a pie por el macizo del Pacífico de Estados Unidos de una mujer sin experiencia en senderismo. Una gesta celebrada con entusiasmo por Nick Hornby en su columna de la revista The Believer: “Así de claro, Salvaje es uno de los mejores libros que he leído en los últimos cinco o 10 años”. Cheryl Strayed, su autora, siguió la senda de Walden, obra cumbre del pensamiento de Estados Unidos que casualmente se ha reeditado este año en España (Errata Naturae), donde se han rescatado por primera sus diarios (Capitán Swing).

El autor de Walden, Henry David Thoreau (1817-1862), proclamó que el hombre se había vuelto la herramienta del hombre, huyó lejos del ruido y buscó la felicidad del búho, del río y del arce. “No pretendo escribir una oda al abatimiento”, escribe Thoreau, “sino jactarme con tanto brío como el gallo encaramado a su palo por la mañana, aunque solo sea para despertar a mis vecinos”. Aunque quizá sea conveniente cerrar cualquier tentación romántica del regreso a la naturaleza con la terrible reflexión de Werner Herzog en Grizzly man, genial documental sobre la trágica historia de Timothy Treadwell, activista que se creyó amigo de los osos y murió devorado por ellos junto a su novia. El cineasta alemán, que cita Walden en su filme, retornó a su obsesión sobre el deseo del hombre de abandonar la civilización para entregarse a una aventura tan inútil como desesperada: enfrentarse a la incapacidad de sobrevivir en un entorno salvaje sin enloquecer o morir.

Pero dejemos el ruido y la furia de la verdadera vida salvaje por el encanto de un sueño seguro y bien envasado. Digamos mejor que solo se trata de una reinvención más, un nuevo cambio de disfraz. Al rescate de una belleza más emocional, pero sin creernos que eso signifique el fin del carnaval.

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Sobre la firma

Elsa Fernández-Santos
Crítica de cine en EL PAÍS y columnista en ICON y SModa. Durante 25 años fue periodista cultural, especializada en cine, en este periódico. Colaboradora del Archivo Lafuente, para el que ha comisariado exposiciones, y del programa de La2 'Historia de Nuestro Cine'. Escribió un libro-entrevista con Manolo Blahnik y el relato ilustrado ‘La bombilla’

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